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Nacho Cobo | Cocinero
Imaginen trabajar a 45 grados y con una mascarilla puesta durante más de ocho horas. Con esa temperatura, la mayoría de las veces «cuesta respirar», ... dice Nacho Cobo, jefe de cocina y propietario del restaurante La Casuca, en Torrelavega. No, no es un escenario agradable ni al que uno pueda «acostumbrarse» con facilidad. Claro que fastidia llevar mascarilla, pero es una «obligación» y para ellos, además, la manera de proteger tanto a su equipo como al cliente y conseguir que «la gente se sienta segura» al entrar en su establecimiento. Tampoco queda otra dado que la medida «ha venido para quedarse», opina. Las primeras jornadas, cuando comenzó la reapertura de los restaurantes, «fue muy duro». Semanas después no se han adaptado, pero «te haces».
9 horasal día, como mínimo, pasa en la cocina y con la protección
Cuando a alguno le falta el aire, para un momento, se la quita donde no haya nadie, «respiras y vuelves a ponértela». Así, día tras día. Y durante las jornadas de más calor, a veces, «necesitas salir porque ya no puedes más», explica Cobo. También es un incordio a nivel funcional dentro de la propia cocina porque dificulta la comunicación entre los trabajadores. ¿Conocen el grito 'oído cocina'? Parece una «tontería», pero ahora «le damos más sentido que nunca. Cuando alguien te pide algo si no te dice 'oído' es que no se ha enterado». Y las órdenes tienen que llegar. Con la obligación de llevar la mascarilla en la calle, a él le toca usarla «todo el día» salvo cuando llega a casa. «Menos mal», dice entre risas. Por eso Cobo recuerda que el gesto «no cuesta nada y es la medida más sencilla», dentro de las posibles. Si ellos trabajan con ella cada día al doble de temperatura de la que hay por la calle, «los demás también pueden ponérsela». En resumen, «no es para tanto». «A veces da la sensación de que la gente no es consciente o ha olvidado ya lo que vivimos hace unos meses», reflexiona Cobo. Antes de pensar que es por pura indiferencia. Y, por eso, el cocinero plantea una pregunta desde el otro lado del teléfono: «¿Qué prefieres: estar encerrada o llevar mascarilla?». Para él la respuesta está clara.
Lucía Bueno | Panadera
Es muy agobiante». Así resume Lucía Bueno, de la panadería Panusa, en la calle Enseñanza de Santander, la combinación entre llevar mascarilla y trabajar cerca del horno. Una sensación poco agradable que muchas veces le lleva a ella y a sus compañeras a sentir «que te ahogas». Para que se hagan una idea aproximada, por las mañanas la temperatura mínima a la que está el horno es a 220 grados. No obstante, sólo está preparado para meter el pan cuando alcanza los 260. Es decir, la temperatura en la trastienda del establecimiento puede girar en torno a los 35 o 40 grados. Aunque las trabajadoras prefieren no poner el termómetro para no asustarse. Si a ese calor habitual se le suma la obligación de usar mascarilla, el resultado es «horroroso, pero no queda otra».
8 horasdesde las 06.30 de la mañana hasta las 14.30 con mascarilla
O trabajan así durante las ocho horas que dura la jornada (de las 06.30 horas de la mañana a 14.30 o las tres horas de la tarde) o «nos cae una multa», señala Bueno con resignación. En resumen, «no hay más remedio». Ni para la panadera ni para los clientes. Este elemento se ha convertido ya en el «complemento obligatorio», añade entre risas. Eso sí, hay días en los que hace falta parar y respirar. «A veces toca salir a coger aire e incluso te la tienes que quitar al menos un segundo», explica Bueno. Dice la trabajadora que para ella lo peor es «el calor» que se genera dentro del local. Y los días más agobiantes llegan cuando en la calle la temperatura también es alta porque se junta todo. Esas jornadas son «horribles», describe. En la panadería conviven con ese calor cada semana y no les hace gracia cuando algún cliente entra al local sin la mascarilla o se la quita dentro porque «nos dice que hace calor». Sí, las panaderas también lo han notado. «Y todavía les dices algo y se enfadan», añade. A Lucía Bueno no le convence la idea de tener que llevarla por la calle en todo momento –incluso cuando se respeta la distancia de seguridad–, pero, aunque moleste, entiende que si es obligatoria «hay que usarla» y no hay nada más que discutir. Es por el «bien de todos», señala.
María Siller | Farmacéutica
María Siller es farmacéutica especialista en Microbiología en Valdecilla y lleva la mascarilla durante ocho horas salvo los días que tiene guardia, que le toca convivir con ella durante 24 horas. «Solo nos la quitamos para comer y beber», cuenta. Desde el inicio de la pandemia es un elemento más de su equipamiento diario. Después de usarla durante tanto tiempo ya casi «se te olvida que la llevas». Sobre todo, si lo compara con tener que ponerse un equipo de protección individual. «Eso sí es peor», reconoce. Aunque los días de calor la mascarilla también se convierte en su enemiga. Por no hablar de la reacción de la piel durante las primeras jornadas al no poder transpirar correctamente.
24 horascon la mascarilla puesta en las jornadas de guardia
No obstante, a estas alturas, «personalmente no me siento ahogada», admite. Está más que acostumbrada. A día de hoy, después del confinamiento, la mascarilla es «un mal menor que produce mucho beneficio», explica Siller. Sobre la obligación de usarla en la calle recuerda que es una «acción individual» y sencilla. El gesto no cuesta nada, pero repercute de manera positiva en la sociedad. «No llevarla significa poner en riesgo a los demás», recuerda la farmacéutica, que hace un llamamiento a cumplir con la norma por el «bien de todos». Es un «incordio», casi seguro que todo el mundo coincidirá con ella. En su equipo de trabajo, además, les dificulta la comunicación y ahora se hablan alto y más despacio. Pero, si Siller y sus compañeros pueden llevarla «un día entero, todo el mundo puede ponérsela el rato que salga», resume. Aunque ella prefiere no poner su situación como ejemplo. «Hay trabajadores que la llevan en circunstancias mucho peores, pasando calor, ahogados...» y la mínima respuesta de los demás debe ser ponerla sin protestar. Cuando comenzó la pandemia, los médicos tuvieron que aprender de cero sobre el virus, y la sociedad a convivir con el bicho y adoptar medidas para frenar su expansión. No obstante, ahora que se conocen sus consecuencias y la forma de evitar contagios, «es nuestra responsabilidad que no vuelva a pasar». Es momento, resume, de «ser cívicos, sabemos lo que hay y cómo funciona».
Merche Arabaolaza | Pescadera
Trabajar con la mascarilla puesta se describe con una única palabra: «horroroso». Al menos esa es la que utiliza Merche Arabaolaza, pescadera de Mariscos Pirichi, en el Mercado de la Esperanza de Santander. «Yo lo llevo fatal», reconoce. Al agobio que ya de por sí da llevar media cara tapada, hay que sumarle el calor de los focos del puesto y que les dan «justo en la cara». Es agobiante. Por no hablar de lo difícil que resulta atender a los clientes con la nueva barrera en la cara y el incesante ruido de fondo. «A la hora de hablar no te enteras», añade la pescadera desde el otro lado del puesto. O pronuncian más alto lo que quieren o no hay quien se aclare con el pedido. Es incómodo y, en su caso, considera que atienden con la distancia suficiente como para no tener que usarla, pero entiende que «tratamos con género y debemos hacerlo». La jefa del puesto, María Ángeles, interviene para señalar que ella no se lo va a pensar, a todo el que vea sin la mascarilla puesta «se lo diré». Tanto si está dentro del mercado como si se cruza con alguien fuera.
8 horaspasan, al menos, en el puesto con el calor y la mascarilla
Si ellas, como el resto de profesionales del espacio, aguantan la jornada completa, los demás también pueden y deben utilizarla. María Ángeles tiene otro problema añadido y es que se le empañan las gafas cada dos por tres mientras habla. «Es terrible», comenta. Y estar así todo el día termina siendo «más que agotador». Por eso a veces, como la mayoría de trabajadores, sale a la calle a reponerse. Toman aire y vuelven al trabajo. Eso sí, aunque sea un incordio, «me parecen muy bien todas las medidas», reconoce. Esta opción es mejor que «volver a estar encerrados». Por eso las dos trabajadoras remarcan la importancia de cumplir con esta obligación y, sobre todo, de tener cuidado con las reuniones en bares y restaurantes. «No puede ser que se junten grupos grandes y nadie esté con la mascarilla». Estar rodeado de amigos y familiares no hace a nadie inmune frente a un contagio. «Si hay que llevarla, hay que llevarla», zanja María Ángeles. Porque no es momento de bajar la guardia.
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Ana del Castillo
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