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Cuando sonó el teléfono, Francisco Javier Martínez Nadal (Murcia, 1977) estaba en una reunión de trabajo en la multinacional donde trabaja en Burgos como asesor jurídico. Era el 16 de marzo. El día antes, el Gobierno de España había decretado el estado de alarma ... y preparaban la logística de la fábrica entre cierres de plantas, servicios esenciales y el avance de una epidemia mundial. «En la pantalla vi un número muy largo, pensé que sería de una compañía de teléfono que quieren venderte algo, y me daba mucha pereza». No sabe si fue instinto o por azar, y sin embargo, precisa con exactitud de abogado el momento en que descolgó y una doctora del servicio de Nefrología del Hospital Valdecilla le habló de un posible trasplante: «Eran las 14.15». Y a esa hora, su vida cambió.
Martínez Nadal llevaba en diálisis desde 2016, cuando su función renal era nula. Al principio hacía diálisis peritoneal «mientras dormía», pero en 2019 tuvo que cambiar a hemodiálisis: se tenía que conectar a la máquina en casa cinco días a la semana, el proceso «tardaba 2,45 horas», si le sumaba la preparación de la máquina y limpiarla después eran tres horas y media. ¿Cómo llegó a Valdecilla, si su tratamiento lo hacía con el servicio de Nefrología de Burgos? «Allí no hacen trasplantes», explica. Y su caso, además, era de los complicados. «Tuve un primer trasplante y no fue bien. La inmunización hacía que fuera incompatible con el 99,8% de los donantes y era muy improbable que pudiera salir bien», responde. Padre de tres hijos, con 43 años y en diálisis desde que tenía 39, había oído hablar del servicio de Nefrología del hospital cántabro, y se puso en contacto con ellos: «Hice una primera consulta y entré en lista de espera». Y esperó hasta que se produjo aquella llamada inesperada: ¿Tuvo miedo por el covid? «No», responde. «Si me llaman, pensé, es porque ellos ven seguro hacer el trasplante. Y confié». De hecho, siguió confiando durante las siguientes seis semanas que tardó en volver a Burgos, porque nada más colgar tras aquella reunión, Martínez Nadal decidió viajar a Santander esa misma tarde.
A partir de entonces, la historia del primer trasplantado en la pandemia sucede entre manos tendidas; un matrimonio amigo de la familia, que residía en Palencia, se ofreció a mudarse a su casa y hacerse cargo de los niños, «y ahí estuvieron, teletrabajando y cuidando de nuestros hijos mientras nosotros estábamos en el hospital». ¿Y cómo se llega a otra ciudad cuando todos los hoteles están cerrados? «Mi primo vive allí con su mujer, pero era ponerlos en riesgo. Y al final, un amigo sacerdote nos puso en contacto con unas monjas de Las Esclavas, y Sor Virginia, sin conocernos de nada, nos ofreció una casita donde se quedó mi mujer».
Francisco Javier Martínez Nadal | Trasplante renal, 43 años
Todo lo que vino después de las 14.15 horas, de aquel 16 de marzo, le empuja a decir gracias, una y otra vez, como si el significado de la palabra no alcanzara a nombrar lo que realmente necesita trasmitir. «Creo que no he dicho gracias lo suficiente», confiesa mientras rememora aquellos momentos en los que la sociedad estaba en un estado catatónico, de terror y confinamiento, y él se asomaba a otro tipo de incertidumbre. «En el viaje íbamos solos por la carretera, y la ciudad estaba desierta». Nada más llegar, «sentí que estaba en las mejores manos posibles, desde el mostrador donde me recibieron. Lo primero fue una PCR. Al día siguiente, el día 17, «me hicieron hemodiálisis, preoperatorio, y a las 18,30 me bajaron a quirófano», dice citando de nuevo con esa precisión forense la hora del antes y el después. «Estaba nervioso, sabía a lo que me enfrentaba, y aunque todos transmitían un afecto esencial, desde la celadora hasta las enfermeras, eran momentos muy delicados. Entonces, cuando me iban a anestesiar, me dijeron: Piensa en algo bonito. Y así lo hice».
No sabe cuánto tiempo pasó, pero en ese extraño proceso de reanimación, volvió en sí y escuchó a su mujer: «Me ha dicho el urólogo que el riñón ha producido orina nada más ponerlo. Eso es muy buena señal». Se despertó en la UCI, y su recuperación comenzó con buen pie, tanto que una enfermera le regaló unas zapatillas nuevas porque se había dejado las suyas en Burgos al hacer tan rápido la maleta. «Hasta en eso nos ayudaron», dice convincente. ¿Cómo se agradece a todo un colectivo médico que no descarten tu trasplante, que ni una pandemia mundial frene la actividad sanitaria de un servicio que se atrevió a operar a un hombre de 43 años con una tasa de anticuerpos que le hacían incompatible con casi cualquier órgano? «Llegué como un toro, el servicio de Nefrología de Burgos lo habían hecho muy bien, pero el tiempo que pasé en Valdecilla lo recuerdo con mucho cariño, el trato con todos los profesionales, la fisio que venía a ayudarme con ejercicios de respiración, ¡hasta la comida estaba buena!», estalla riéndose. Si la operación hubiera salido mal, «obviamente el recuerdo sería otro», pero su memoria es lo que retransmite cuando algo la convoca, como la llamada de teléfono en este caso de un periódico que quiere conocer al primer trasplantado de la pandemia, el año que Valdecilla batió su récord de trasplantes.
«De la pandemia apenas me enteré. Mi mujer me daba el parte de lo que estaba pasando, hablaba con mis hijos a diario, escuchaba la radio, pero vivía en una burbuja», reconoce. «Miedo al covid no tuve en el hospital, mis médicos quizá estaban preocupados, pero no me transmitieron ese miedo en ningún momento. Eso sí, cuando salía de la habitación a pesarme, siempre con mascarilla». Así fue hasta el 6 de abril, cuando le dieron el alta: «No es que yo esté mejor, lo están mis hijos, mi mujer, mi madre. Todos estamos muy agradecidos al donante y su familia». Ahora, hace vida normal: toma su medicación al día, voy a la montaña palentina a andar. «Quería acabar este año en Cantabria, pero la pandemia no nos deja y nos vamos a 30 kilómetros del limite provincial», dice, como si comer las uvas en la región fuera otra forma de dar las gracias.
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