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Prácticamente no quedaba nadie pero ellas dos seguían allí. De pie. Plantadas. Dos mujeres, unos sesenta años. Con el pelo arrubiado y los ojos claros. Una sosteniendo una cartulina decorada en casa con un corazón azul y amarillo y una señal de prohibido el paso. « ... Stop Putin. Los europeos no permiten el genocidio de la nación ucraniana. Ucrania es el centro de Europa», había escrito. La otra, con una mascarilla del Ayuntamiento de Villaescusa y un carrito de la compra. Echándose cada dos por tres las manos a la cabeza mientras hablaban en su lengua sin hacer mucho ruido. De cuando en cuando, la del cartel se ponía a llorar y su amiga –porque hay amistades que se palpan a kilómetros– le ofrecía un pañuelo de papel que sacaba del bolso. Dos señoras. Con la misma pinta de no haber ido a una manifestación nunca. Como tantas que pasaban andando en ese momento por la plaza. Como dos santanderinas de toda la vida, pero ucranianas.
–Mucho ánimo.
–Gracias. Ucrania está en el centro de Europa, es Europa entera la que está en peligro. Y yo estaba en casa y siento que tengo que hacer algo. Necesito hacerlo.
Fueron casi las últimas en irse tras el minuto de silencio ('Хвилина мовчання', si no falla el traductor de Google) convocado este viernes frente al Ayuntamiento de Santander. No es que fueran cientos de personas –unas cincuenta, entre autoridades y ciudadanos ucranianos–. Pero es verdad que cuando dieron las doce el centro de la ciudad pareció ralentizarse. Si acaso un móvil y el sonido de un autobús. Lo demás, callado. «Guardaremos un minuto de silencio todos los viernes mientras dure la guerra», señaló a continuación Gema Igual, rodeada de mujeres que le preguntaban qué podían hacer y a quién dirigirse cuando les llaman por teléfono para ofrecer algo, lo que sea.
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Estaba Tatiana, con familia en Rusia y en Ucrania. Ella es de Melitópol, pero tiene a gente en Kiev. «Mi hijo es director comercial de una empresa y ahora lleva un fusil». Contaba eso y que muchos, como ella, tienen vínculos –y sangre– en los dos países y que ahora tiene una nieta medio española medio ucraniana. Estaba Lesya, que se ponía a temblar al hablar «porque cada vez tenemos peores noticias». «En esta semana parece que han pasado veinte años. En 24 horas se nos truncó la vida». Le preguntaban si su familia quiere salir de allí y se derrumbaba. «Mi madre dice que allí está su casa, que es su tierra. Que es la casa que levantaron mis abuelos, ladrillo y ladrillo. Yo sé que aquí estaría bien, pero ella dice que con 65 años dejar todo lo que ha sido su vida es muy difícil». También Oksana, a su lado, hablaba con la dureza del que padece e interrumpía a su compañera. «Los políticos hablan, pero la gente se está muriendo. Estamos luchando solos y escuchando lo de 'pobres ucranianos'. No queremos ser 'los pobres', tenemos que ser fuertes. Ahora las personas como nosotros disparan desde sus ventanas y, si nada cambia, morirán. Agradecemos todo lo que dicen, pero no es suficiente. El futuro depende de lo que haga Europa y el mundo».
Rodeadas por cámaras. Deseosas de hablar y escribiendo sus largos apellidos en los cuadernos de los periodistas para facilitarles la tarea. Kopaylova, Chobotar, Povoroznyuk...
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José Carlos Rojo
mikel ayestaran
Cuando acabó el minuto –al que acudieron miembros de la Corporación y también diputados del Parlamento regional, del Congreso y del Senado–, Irena Tkachuk, que ahora es portavoz de la asociación de ucranianos porque se desenvuelve bien con el castellano, tomó la palabra para dar las gracias. «Nadie está preparado para ver cómo destruyen su país». Contaba, con todo el agradecimiento, que no dan abasto con la ayuda que reciben y que «hay cosas que no tenemos capacidad de gestionar». Pedía, por eso, un poco de calma. «La frontera está desbordada de cosas sin clasificar. Cosas que se pierden». Necesitan que el material que se entregue esté clasificado, separado. Sanitario, para niños, de seguridad, alimentación... Cada cosa en su sitio. Sin dejar de insistir en el agradecimiento, pedía que no lleven «yogures o cosas con caducidad en pocos días». Y pedía paciencia al entregar las cosas.
Mientras decía todo esto una mujer se colocaba detrás suyo con la pintura de un soldado besando a su mujer. Otra, con una bandera de Ucrania y otra de España. Y a otra, que no hablaba español, le preguntaban que ponía en la hoja pintada de azul y amarillo que sostenía entre sus manos. «Не на війну». «No a la guerra», terció una compatriota con lágrimas en los ojos.
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