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El último artículo que envié en copia al buzón digital de nuestro entrañable compañero Miguel Ángel Pérez Jorrín giraba en torno a bucles mentales de los que nos cuesta salir en nuestra España. Días antes habíamos compartido recuerdos personales o familiares sobre Valderredible, y habíamos ... especulado risueños sobre el porcentaje de población cántabra actual que puede provenir de las olas de conversión forzada de judíos a finales del siglo XIV. «A lo mejor tú y yo descendemos de Abraham y somos parientes lejanos», le dije, y casi podía ver su sonrisa al otro lado del teléfono. Ese sí que hubiera sido el reportaje del siglo: la tribu perdida de Israel a la orilluca del Ebro. Naturalmente, todo pura hipótesis calenturienta en espera de la ciencia biológica que nos ilustre, en serio, sobre el entrelazamiento de los destinos humanos y el sinsentido de las identidades cerradas.
En todo caso, Abraham nos espera a todos, en el olvido o en el más allá. En la entrada ‘inmortalidad del alma’ de la ‘Enciclopedia Judía’ de 1906, se observa que al principio los hebreos solo se la reconocían a Yavé y otros entes celestiales, mientras que las almas humanas iban al Sheol a una existencia sombría y sin consciencia. Luego, llegaron a creer en la expectativa mesiánica de una resurrección de los cuerpos, y a partir de ahí, por influencia de la filosofía griega, en la inmortalidad del alma también. Pero cuando Maimónides dijo que el mundo final sería solo una república de espíritus, encontró fuerte oposición rabínica. El alma resistente debe reunirse con su cuerpo re-existente. Santo Tomás de Aquino llegó a dilucidar la edad exacta que tendrán los cuerpos en la resurrección: 33 años, los de Jesús de Nazaret al ser crucificado. Estimaba el filósofo escolástico que es la edad idónea porque en ella el cuerpo ha superado la inmadurez, sin haber caído todavía en la decrepitud. El futuro es de los treintañeros, hubiera resumido hoy un publicista.
Ignoro, con perdón del Doctor Angélico, si esa será la edad óptima para que resucite Ava Gardner; pero estoy convencido de que los 59 no es la justa para irse de este mundo como Miguel Ángel, con la Muerte disparándote a bocajarro en tu día libre, que por definición es un día que no existe en la biografía de ningún periodista. Ha tenido que ser un error, pero la Muerte es como la mayoría de los gobernantes: nunca reconoce una equivocación.
Los que sospechaban de los filósofos platónicos prefirieron la inmortalidad del nombre a la del alma. La fama es sobrevivir en las almas de los demás. Y para ayudarlas a recordar están los signos, las obras. Recordamos a Keops por su pirámide, a César por sus conquistas, a Mozart por sus partituras, a Cervantes por sus escritos. A efectos prácticos, inmortalidad es reconocimiento continuo.
Aparentemente, los que escribimos sobre la actualidad tenemos acceso a una extraña perennidad, diríamos una «mortal inmortalidad», en los archivos y hemerotecas donde nuestras palabras acaban almacenadas y previsiblemente serán sepultadas en una bien documentada indiferencia, analógica o digital. Nuestras efímeras piezas se dirigen, como aquellas almas primitivas de los judíos, al Sheol documental. Tendrán la sola eternidad propia del pasado: el eterno haber sido noticia. Waterloo es ya para siempre. Pero nuestros Waterloos pasarán pronto, por el propio contenido caduco de nuestros pensamientos, a los estantes donde se cuida con gran interés lo que a casi nadie va a interesar, como ofrenda a la divinidad más prudente, el cauto Porsiacaso.
Cada vida es una singularísima forma de realizar las posibilidades humanas. Como tal, su eternidad consiste más bien en el valor que sabe convocar en otros. En Miguel Ángel era una mezcla afortunada de profunda profesionalidad, serenidad de espíritu, buen humor, y amor al conocimiento. Estas cualidades antropológicas sí pueden sobrevivir en otras almas, ser transferidas. Pues son los pensamientos los que pueden ser inmortales, como pilotos de sucesivas naves, siempre recién botadas en los astilleros de la humanidad.
El filósofo Karl Popper, un frecuentador de La Magdalena, defendía que existen tres mundos. El Mundo 1 es el de los objetos materiales inanimados. El Mundo 2 es el mundo de la percepción y los estados de consciencia. Y el Mundo 3 es el de las creaciones culturales y los contenidos ideales. Si es cierto que mi cuerpo del Mundo 1 resucitará con 33 años, por favor, Santo Tomás, que sea al lado del de Miss Venezuela para ejercitar inmediatamente mi virtud. Y si es verdad que mi alma de Mundo 2 es inmortal, quiero saber si mantendrán la UNED para matricularme en Físicas (no creo que termine en menos de una eternidad), o si seré condenado a infinitas derrotas épicas del Aleti.
Pero si solo mis pensamientos en un Mundo 3 fuesen eternos, espero que sean los valores del amigo Jorrín: contar la verdad tal como la encontraste; aceptar la ironía como medio supremo de investigación; y considerar siempre la espuma de los días como superficie de una estructura más profunda, que obliga al periodista a ser un curioso universal e incurable. Verdad, ironía, estructura: las tablas del Sinaí para periodistas.
‘Ángel’ es nombre muy apropiado para un informador: procede de la traducción griega de una palabra hebrea para ‘enviado’ o ‘mensajero’: ‘malakh’ (de donde el nombre del profeta Malaquías). Entre los ‘malakhim’, Miguel fue notable como abogado y protector sobrenatural de los israelitas. San Juan lo sitúa en el ‘Apocalipsis’ como líder de un ejército celestial, vencedor contra las fuerzas del mal. Algo hay también en el periodista de justiciero y protector del hombre de la calle frente a los camuflajes del poder, las ambiciones del dinero, las posverdades del fanatismo. Su partido es la gente; la verdad, aquello que su pregunta, como una matrona, sabe extraer de los dolores de parto del presente. Interroga como Sócrates y escribe como Jenofonte: nuestro utópico imperativo tiene ya 25 siglos.
Miguel Ángel y sus condiscípulos fueron enviados en su mocedad campurriana a una de aquellas pruebas de supervivencia nocturna en el medio rural de Valderredible. Muchos acabaron acogidos por los vallucos en sus casas para que no pasaran la noche al raso, los pobres. Jorrín y su compañero, que se habían agenciado unos apetitosos tomates, renunciaron a las comodidades hogareñas y se conformaron con un heroico pajar en Ruijas. Es el pueblo natal de mi padre y me van a permitir que me quede con ese pequeño episodio juvenil, ibérico, de mortal inmortalidad. ‘Hasta siempre’ es así para siempre.
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