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NACHO GONZÁLEZ UCELAY
SANTANDER.
Lunes, 6 de julio 2020, 07:20
Los negocios relacionados con el ocio nocturno, pubs, discotecas y salas de fiestas, abrieron este fin de semana las puertas de un verano atípico que la mayoría de los empresarios vaticina muy poco rentable -por no decir que catastrófico- si las durísimas ... condiciones sanitarias que las autoridades han impuesto a este tipo de locales para prevenir los contagios no se relajan en un plazo razonable. En buena medida, eso va a depender de ellos y de sus clientes. De su propia responsabilidad. Y, por lo visto el sábado, es posible que no tarden en suavizarse. Claro que, antes de eso, a lo mejor deberían corregirse un par de errores de bulto.
Uno se viene repitiendo desde el mismo fin del confinamiento en la céntrica Plaza de Cañadío, allí donde arranca la noche santanderina.
Con el aforo limitado al 75%, y observados desde la distancia por dos agentes de la Policía Local que tan sólo se acercan si ven que la situación se desmadra, los pubs que dan vida a la zona (el Canela y el Ventilador, principalmente) han tenido que retocar su tradicional modelo para ajustarlo a la nueva normalidad, que, para evitar aglomeraciones, exige servir las copas en mesa. Dentro, donde el control del aforo es aparentemente sencillo, y fuera, en la terraza, donde ya no lo es tanto.
Aglomeraciones Las mesas de las terrazas de la Plaza de Cañadío no cumplen la distancia que marca la normativa.
Aforos Todos los negocios de ocio nocturno llevan a rajatabla los límites impuestos.
Esperas El control de los accesos a algunos locales origina largas colas a sus puertas.
Baile Los encargados de pubs y discotecas tienen que lidiar con la prohibición de bailar.
Mascarillas El uso de mascarillas se exige a la entrada de los establecimientos, pero dentro, no.
Por mucho empeño que le ponen, los empleados no son capaces de lograr que sus clientes respeten la distancia de seguridad marcada entre mesa y mesa. Tendría que ser de dos metros. Pero no es ni de metro y medio y, en no pocos casos, ni de uno, lo cual produce un apelotonamiento de gente que, admiten, resulta inevitable si los clientes no ponen de su parte.
«Hacemos todo lo que podemos», asegura uno de los encargados del Ventilador. Y es cierto. «Pero a veces se nos va de las manos», reconoce en pleno trajín. «Aunque la mayoría es respetuosa con la distancia de seguridad, algunos no lo ponen nada fácil. Entran y piden la copa para tomarla dentro pero luego salen, mueven las mesas de la terraza... Es imposible controlar a todos», se lamenta el encargado del pub, que, como el resto de empleados, está aprendiendo oficios nuevos. «Yo no había cogido una bandeja en mi vida, ni había hecho nunca de policía».
Pendientes del control de los aforos, el interior y el exterior, de la distancia entre los clientes, del uso de mascarillas y geles, de la desinfección de los aseos y de las comandas que les llegan, los trabajadores de ambos pubs generan a la vista de cualquiera una sensación de anormalidad que se repite en todos los locales de ocio nocturno de Cañadío, donde no queda el menor rastro de aquel macrobotellón que la chavalería solía practicar junto a la iglesia de Santa Lucía.
Eso, que los más jóvenes se hayan ido con sus litros a otra parte, a las playas principalmente, ha servido para descongestionar un área de ocio hoy marcada por el llamado terraceo nocturno, razón por la cual los trabajadores del Blues o del Rose han redoblado esfuerzos.
Con un ojo puesto afuera, donde algunos clientes disfrutan de una estupenda noche veraniega, y el otro dentro, donde el resto saborea su copa escuchando música de fondo, los porteros controlan, o al menos lo intentan, que el aforo en ambos espacios no se desborde.
«No es fácil. Sobre todo a determinadas horas de la noche», reconoce el empleado del Blues, que ruega el uso de la mascarilla y un rápido lavado de manos con un poco de gel hidroalcohólico antes de autorizar la entrada. Allí, con espacio para moverse, la clientela, en su mayor parte de cuarenta años para arriba, respeta escrupulosamente las normas impuestas por la casa. No así en el Rose, antiguo Loft, donde la media de edad ya baja y el respeto por las instrucciones no es desde luego tan evidente. A pesar de que está prohibido, la mayoría baila.
«No se suelen mover mucho, pero a algunos se les olvida», asegura el portero justificando una acción que inevitablemente se repite en no pocos establecimientos nocturnos.
Sin ir más lejos en el Virtuma, donde 75 personas, ni una más, completan el aforo permitido. «Cumplimos la ley estrictamente. Si hay 75 no entra nadie más. Pero no todo depende de nosotros. También depende de la actitud que tengan los clientes», explica el 'puertas', un fornido ciudadano originario del Este que conversa en raso castellano. «Si bailan, vas y se lo dices. Y si se pasan, les llamas la atención y a tomar por el culo».
Igualmente restrictivo es el acceso al Coppola y al Cambalache, donde la entrada de los clientes se permite bajo un minucioso control de la capacidad del local, lo cual provoca largas esperas en el exterior de ambos pubs que hacen que algunos grupos opten por buscar otra opción.
Si bien tiene que rectificar el reiterado incumplimiento de la distancia social que tan claramente se observa en sus terrazas, y que tanta inquietud por un posible rebrote del virus infunde, la plaza de Cañadío y sus aledaños superaron con buena nota su primera reválida del verano, que también se ha metido de lleno en los bares de copas de la calle Sol y aledaños.
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Nacho González Ucelay
Sin llegar a ser preocupantes, porque la concentración de gente es menor, el ambiente nocturno en este punto de la ciudad revela igualmente algunas aglomeraciones en el exterior de los establecimientos anclados a uno y otro lado de Pasaje de Zorrilla, más concretamente en las escaleras de acceso.
Pero eso, claro está, es responsabilidad única de los clientes y no de los hosteleros allí ubicados, que bastante tienen con controlar lo que pasa o deja de pasar de puertas para adentro de sus negocios.
«Nosotros, por aforo, sólo podemos permitir la entrada a 79 personas», explica el encargado de Lo que diga la rubia, la vieja Embajada, en su caso resignado a «educar a la gente» para no buscarse un problema.
«Si vemos que los clientes bailan, entonces bajamos la música, o la cambiamos, y encendemos las luces». Algunas veces «tenemos que recordarles que no pueden bailar hasta cinco veces», dice el responsable del pub, también pendiente de la distancia social.
En ese sentido, asegura, «los peores son los vascos. Nos consta que allí, en Bilbao, apenas respetan las normas, así que no las van a respetar aquí», se cuestiona el encargado del pub, que a causa de la reglamentación ha visto caer la caja a la mitad. Siendo eso malo, no es lo peor. Lo peor, advierte, es que se produzca un nuevo confinamiento «porque entonces es posible que al menos nosotros no podamos volver a abrir».
De ahí que tanto él como el resto de los hosteleros de la zona estén realizando ímprobos esfuerzos por conseguir que el divertimento nocturno de sus clientes no interfiera en la lucha contra la pandemia del Covid-19.
Un compromiso que también parece haber adquirido la sala Rocambole.
Lamentable protagonista de un vídeo que hace unas semanas se hizo viral en redes sociales en el que se apreciaba con claridad una gran aglomeración de gente y cierto desprecio hacia las normas de seguridad de sus clientes y sus propios trabajadores, el emblemático local santanderino, ubicado en Hernán Cortés, presentaba la pasada madrugada su cara mejor.
Ahora sí, las medidas sanitarias parecían las más indicadas, el aforo el más adecuado y el ambiente el más propicio para dejarse caer por allí.
Una buena elección, sin duda, para quienes al borde de las tres de la madrugada buscaban un rincón seguro donde poder apurar la última copa.
Porque en la Sala Sümmum, por ejemplo, no era posible hacerlo sin una reserva previa. «Para poder controlar el aforo tenemos que hacerlo de esta manera. No hay otra posibilidad», decía el encargado del acceso. Y claro, esto no debía saberlo todo el mundo, porque a medida que fueron pasando las horas la concentración de jóvenes en la acera de ese establecimiento, situado en la calle Casimiro Sáinz, fue creciendo hasta tal punto que aquello acabó convirtiéndose en un hervidero de gente sin más que hacer que esperar a ver si sonaba la flauta y el portero les abría paso con cualquier justificación. La que fuera antes de marcharse a casa a dormir.
Para ese entonces, la oferta nocturna santanderina ya era casi un mano a mano entre las salas más trasnochadoras de la ciudad, el Kudeta y el Queen, discotecas de muy distinto ambiente en las que se percibieron algunas infracciones.
Cierto es que con el aforo reducido al 33% de su capacidad y la orden de impedir los bailes, las discotecas, en su conjunto, corrompen casi toda su esencia. Nadie que entre en una de ellas a esas horas de la madrugada lo hace para sentarse en una mesa a mirar.
Pero mientras la ley no diga lo contrario, no se puede bailar. Y ni los responsables del Kudeta ni mucho menos sus clientes hicieron por cumplir la normativa. Había sobre la pista de baile mesas y sillas para sentarse, sí. Pero para sentar el abrigo, el bolso o el cubata.
Al margen de eso, ninguna anomalía más, aunque sí una rareza detectada no sólo en esta sino en otras discotecas de la ciudad. En ninguna de ellas se permitía el acceso sin uso de mascarilla. Sin embargo, cruzado el umbral, raro se hacía ver a alguien con ella puesta.
«Tienen que llevarla puesta», aseguraba el portero de Queen, que debía hacer ya un rato largo que no entraba en el establecimiento, donde 119 clientes contados se movían a su gusto por un amplio espacio en el que, a diferencia de otros, podría aterrizar un helicóptero.
«Es que en estas condiciones se nos hace muy difícil trabajar. Estamos pendientes del aforo, de que no saquen copas a la calle, de que lleven mascarilla, de que usen el gel hidroalcohólico, de que no bailen, de que los grupos no interactúen entre ellos...». Y todo eso, claro, complica un trabajo en el que los empleados «tenemos que hacer el pino con las orejas», y todo por hacer una caja con la que no obtienen beneficios «ni de coña».
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