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«Lo hemos perdido todo. No se puede hacer nada. Lo único que queremos es que pase la pesadilla». Un matrimonio de la Avenida de ... La Naval pronuncia estas palabras y las hace extensibles a todos los vecinos de las plantas bajas de esta hilera de edificios construidos hace más de sesenta años en terrenos ganados al Híjar. Algunos siguen con la ropa manchada de barro, tirando sus enseres a paladas, vaciando sus cuatro paredes, tan mojadas que nadie espera poder volver a casa hasta que pase el verano, cuando podrán sanear, pintar y poner suelos nuevos para empezar de cero. Otros han bajado la persiana y se han marchado con amigos, familiares o a pisos prestados. Una semana después de la riada, sigue habiendo trasteros y garajes inundados, trasiego de bombas de achique, excavadoras, voluntarios... La gente está agotada, muy triste, desubicada en alojamientos provisionales y también muy enfadada. Cargan contra todos aquellos que tienen responsabilidad en la limpieza de un río con las riberas convertidas en un bosque y contra los que pudieron avisar con tiempo para salvar algo y no lo hicieron. Pasado el miedo a perder más que solo cosas, los peor parados sienten ira. Los que ya ven la luz gracias a la celeridad de sus seguros, han pasado ya a la fase de la resignación y la esperanza. Los que viven en zonas altas, arriman el hombro en lo que pueden para que la ciudad recobre la normalidad. Que no será pronto.
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Benito Fernando Martínez pasea por la Avenida de la Naval. Va cabizbajo. Tiene 70 años y ha perdido su coche y todo lo que guardaba en un bajo. No quiere foto, pero lo que cuenta vale más que una imagen: «Hemos pasado la Nochebuena muy agobiados. Me despierto a las cinco de la mañana, ya no duermo. Mi cuñada ha perdido su casa, en Campo Colorao. No tiene ni mudas. Es horrible…».
Elías García está limpiando el piso de su madre, en la misma Avenida de La Naval. Esa noche, la del pasado jueves, había dejado allí a sus dos niños porque él tenía que trabajar. Cuando el río entró en la calle, los bomberos fueron a avisarles y los tres subieron a casa de unos vecinos. La vivienda de su madre, de planta baja, está, como todas las demás, arruinada. Pero esta familia dice que está bien. «Somos valientes. Y tenemos un seguro, que nos ha dado buenas sensaciones (...). Y poco a poco iremos reconstruyendo esto. Cuando se seque pondremos electrodomésticos y muebles nuevos. Mientras tanto, mi madre se ha venido con nosotros. Ella también es una valiente».
Cerca de allí, María Luisa López ha arañado dos horas libres para seguir sacando barro del trastero de su hermano. Ella vive en la zona Norte de Reinosa, «allí todo es normalidad, pero vienes a la mitad sur y es otro mundo. Si no lo ves, es que no puedes darte cuenta. Aquí es como si hubiera entrado una guerra».
Más adelante, Javier Fuente ayuda a su novia, María López, a vaciar la casa de ella, heredada de su madre, fallecida hace dos años. Javier es pescador y se siente legitimado para afirmar: «A los de la Confederación Hidrográfica del Ebro lo mínimo que se les puede llamar es sinvergüenzas, por tener el río así, lleno de maleza, que es imposible que corra por su cauce. Si estuviera bien, el agua no habría llegado a estos niveles ni estaríamos hablando de este desastre». María trastea en el salón, llorando los recuerdos perdidos. «Lo que más me duele es haber perdido las fotos de mi madre. Gracias a Dios que ella no vio esto. Sus recuerdos, sus fotos. Esta es mi pena. Lo demás es dinero».
Hay una mujer que no quiere que pongamos su nombre. Es una de tantas damnificadas. Ha podido salvar los coches 'in extremis', pero se ha quedado sin casa y no tiene seguro, porque estaba a punto de mudarse y lo había cancelado. «Ni nos han avisado, ni nos han ayudado, ni han limpiado el río, ni han quitado ese bosque y yo no tengo casa. Qué pandilla de sinvergüenzas. Y a los tres días han venido a ofrecernos un café. ¡Un café! Y otros han venido a hacerse la foto, y muchos más a hacerse 'selfis'. Y los cuatro que vivíamos aquí estamos en casa de mi madre, y no tenemos nada. Nos fuimos sin ropa, sin documentos, sin nada, porque nadie nos avisó de lo que venía». Escupe toda su rabia pero acaba con un mensaje medio positivo: «He visto gente muy buena ayudando. Pero con el Gobierno estoy que fumo en pipa».
«Me siento fatal, impotente», cuenta Rocío Poza, a la que encontramos limpiando cacharros con una manguera en un pequeño patio, donde se amontonan muebles rotos. «Cuando nos llegaba el agua por la cintura, ya no cogimos nada más y nos subimos al piso de arriba. Ahora vivimos con una cuñada. Ojalá vaya rápido lo del seguro, aún no ha venido el perito, y yo estoy en paro…». Por la calle otros cuentan que los primeros días, afanados en sacar cosas, tenían un ánimo que ahora ha decaído. Casas inhabitables y vacías, es lo que hay por esta zona.
José Luis Gutiérrez deambula por el piso de su hija Marta. «Mira, solo se han salvado las lámparas. Mi hija lo ha perdido todo y se pasa el día llorando. Hemos pasado la Nochebuena en familia, y reconforta ver que estamos todos unidos, pero ella se fue con lo puesto, y yo estaba al otro lado de la calle, con mi vadeador puesto, intenté cruzar, quería salvarle al menos el coche, pero era imposible pasar… me podía haber matado si lo hago. Y ves a la hija llorar, y acabamos llorando todos Dicen que esto es una catástrofe, yo no lo sé. Pero sí es un drama».
Javier Ramos vive en el lado de los números pares, donde no hay tantos pisos en plantas bajas. A él se le arruinó un garaje. «Esto nos ha hecho una chapuza de la leche, pero a los que han perdido la casa les ha arruinado la vida», reflexiona. A su lado, Antonio Postigo pone la nota optimista: «Perdí un coche, la moto y el arcón. Al principio estuve muy mal, el lunes lo acepté, ya lo he asimilado y 'palante'. A limpiar, a tirar lo que se ha destrozado y a reponerse». Dice que lo que ha visto estos días le ha gustado: «el silencio, el buen rollo, el compañerismo, todos a una…» y lamenta la desgracia de muchos, «un vecino perdió dos coches, la casa, y no tiene ni donde ducharse. Y como él, todos los de esa fila -señala los impares-». Trata de no perder el sentido del humor, pero mire donde mire «ves unas caras tristes…».
Y voluntarios. Venidos de las agrupaciones de Protección Civil de Mazcuerras, de Vega de Pas, de Ontaneda… Van a ayudar desde hace días, a colaborar con la agrupación de Reinosa, que trabaja sin descanso desde hace una semana. Esta es la otra cara del desastre: la solidaridad. Pero en algunos casos es tan exagerada que el alcalde, José Miguel Barrio, pide «tranquilidad. Cuando sepamos las necesidades concretas, pediremos para cubrir esas necesidades. Iremos dando soluciones a problemas concretos», ha dicho, porque desde Santander están llegando miles de juguetes y miles de mantas, que no se necesitan y es un problema guardar todo eso. Y sí, el voluntariado «ha sido legión», y ha mostrado la cara más bonita de Reinosa en medio del barro.
Lo que sí ha pedido el Ayuntamiento son viviendas: ayer reclamó la colaboración de todo aquel que pueda alquilar un piso o un inmueble en la localidad ante la demanda de casas para atender a los desplazados por las inundaciones.
El alcalde también opina que hay que limpiar el río y también critica que no se haya hecho, porque piensa que salvaguardar la flora, la fauna y la vegetación de ribera «debe conjugarse con los intereses y derechos de los habitantes». Y sí, admite que costará volver a la normalidad. Porque no habrá normalidad «mientras un solo vecino siga sufriendo, lucharemos desde el Ayuntamiento hasta que todos recobren la normalidad. Hasta el último». Pero será difícil, «porque a los daños materiales se suman los emocionales. En las agencias de desarrollo local les ofrecen apoyo para que no se sientan solos». Han pasado ya 700 personas por esa oficina para los damnificados establecida en Reinosa. El número aumenta cada día. Hay una pareja que sigue alojada en un hostal, a otro chico le han buscado acomodo en un piso compartido del Ayuntamiento, a una decena de personas les han dado ropa...
Garbiñe Acarregui es la dueña de Arte Cosas, una tienda de regalos situada cerca del Ayuntamiento. El agua superó medio metro, arruinando todo el género expuesto en los estantes bajos. Plásticos y moquetas estratégicamente colocados, tapan la desgracia para tratar de vender algo en estas fiestas antes de cerrar para emprender una reforma. Vende juguetes, artículos de regalo. De momento ha vendido poco. Dice que esta Navidad «no hay alegría ni ganas de gastar». Pero sigue intentándolo, adornando su tienda con imaginación. «Es que yo no quería verlo desolado», dice, mostrando lo que ocultan esas lonas. Humedad, mojadura extrema. Y, atrás, está la verdad. En el almacén y el patio trastero va tirando todo lo que la riada destrozó. Entre el montón de basura agarra un gato de peluche por el rabo. Y va y dice «miau». Es un desastre, pero Reinosa funciona.
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