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La pena de no poder decir adiós

La pena de no poder decir adiós

El homenaje ·

Es el dolor común entre los familiares, la punzada de la despedida a distancia

Rafa Torre Poo

Santander

Domingo, 26 de abril 2020, 07:37

El tiempo lo cura todo. Eso dicen. Pero para las personas que durante estas semanas han perdido a un ser querido es de momento una utopía. Ojalá que sea como la define el filósofo Emilio Lledó, que cree que utópico no es lo que no existirá sino «el horizonte real que deben construir los seres humanos». Adonde deben dirigir sus miradas y centrar la fuerza de sus energías. Sólo así lo posible mutará en certeza.

Aferrados a este asidero, a los familiares de los fallecidos por coronavirus les resultará más fácil salir del pozo del que aún no vislumbran la luz por encima de sus cabezas. «Es muy duro no poder estar cerca y acompañarlos en los últimos momentos», se lamentan. Las medidas decretadas por el estado de alarma han dejado a un lado los sentimientos en pos de la salud. Y ellos lo aceptan con la resignación del consuelo del «todos estamos igual».

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Con el tiempo tornarán los buenos recuerdos y estos días tristes, los de las despedidas a distancia, serán un efímero episodio. Tras 24 testimonios recopilados, las quejas más extendidas son la soledad del adiós, la ausencia del tacto, los consuelos virtuales y la martilleante sonoridad del eco del silencio. Aunque hay excepciones, como la de Begoña, la hija de Ramona, que sí pudo. «Estaré eternamente agradecida», dice. José Carlos, en cambio, hijo de Rosario, se reprocha si pudo hacer más. Otros más jóvenes, como Benito, no dio tiempo a los suyos. A sus 73 años, aún nadie se cree en Corvera de Toranzo lo que le ha sucedido.

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A todos ellos, a sus familiares, amigos y conocidos, sólo les queda esperar a a que todo esto pase para reemprender juntos el camino del consuelo. «El tiempo es una lluvia fina y amarilla que apaga poco a poco los fuegos más violentos», escribía Julio Llamazares en su obra titulada 'La lluvia amarilla'.

Rosario Velasco Andino | 93 años

«Su mayor alegría era hacer tortilla de patata para los sobrinos»

Siempre vivió en un barrio obrero, el poblado de la Sniace en Barreda. Donde la palmera, ahí solía estar sentada en un banco. Conocía a todos los vecinos, a los que saludaba al pasar. Rosario Velasco Andino era muy popular, pese a que los últimos años los pasó en la residencia del Asilo de Torrelavega. Nacida en el valle de Mena, en Burgos, se quedó huérfana y vino a Cantabria con un tío suyo, que era guarda en Sniace. «Allí conoció a mi padre, Ricardo de la Pinta. Vivieron encima de la báscula y después se fueron al poblado», recuerda su hijo José Carlos, que tiene un hermano que se llama Ricardo. «Mi madre tenía mucho miedo a la muerte. No se quería morir ni en bromas. Y el otro día hasta me lo pidió», lamenta. Es la pena que arrastra. «No sé qué ha podido ocurrir», se pregunta, aunque prefiere recordarla en vida. «Su mayor alegría era cuando aparecían los sobrinos por casa y les preparaba unas tortillas de patata», cuenta. En el Asilo, lo que más le gustaba era leer revistas y ver la televisión rodeada de las amigas que hizo allí. «También se picó a ir al bingo que organizaban; y eso que nunca fue de jugar, pero la entretenía», explica José Carlos. «Nunca fue coqueta pero al poco de entrar empezó a fijarse en los collares y a arreglarse más que nunca. Mira tú, lo chula que no fue en casa lo sacó allí de repente», comenta con cariño. «Siempre me quedará la culpa de si no he hecho lo suficiente por ella», duda. José Carlos se queja profundamente «del médico del Asilo y del cura, que no se presentó al entierro». No es justo que todos nuestros mayores estén muriendo como están muriendo, por culpa del coronavirus, sin sus familiares cerca», afirma.

Salvador Colsa Alonso | 94 años

«Conocía todos los picos, era un montañero de los de antes»

Futbolero y asiduo lector de este periódico, Salvador Colsa Alonso era del Racing, pero también simpatizaba con el Barcelona. «Si ganaba el Barça, además de El Diario Montañés, le tenía que comprar El Mundo Deportivo», explica con nostalgia su sobrina, Ana María Colsa. También adoraba la montaña. Fue tesorero y socio durante muchos años del Club Alpino Tajahierro de Santander. «Se conocía de memoria el nombre de todos los Picos de Europa. Fue un montañero de los de antes», recalca Ana María. De esos que disfrutan de las ascensiones, no de los que las coleccionan. «Aunque empezó a esquiar ya de mayor, fue un estupendo profesor para todos sus sobrinos. Se calzó las tablas hasta los ochenta años. Siempre tuvo una gran vitalidad», cuenta Ana María. Salvador nació en Sevilla y la Guerra Civil le trajo hasta Cantabria. Se instaló en Santa María de Cayón, donde trabajó en la fábrica de Nestlé. Le gustaban mucho las tertulias y se consideraba «muy amigo de sus amigos». Ana María le recuerda con un cariño especial. «He estado muy cerca de él todo este tiempo», explica. «Todos le llamábamos tío, incluido los sobrinos políticos, porque nos quería muchísimo», añade. «Era de esas personas que son capaces de recordar las fechas importantes de todos. La primera llamada que recibías el día de tu cumpleaños era la suya», continúa relatando. «Es que son muchas cosas las que podría decir de él. Era muy detallista, incluso en los últimos tiempos cuando estuvo más pachucho», recalca. «Mi tío, con esta situación, ha visto por primera vez lo que era una videollamada. En vez de mirarme, se llevaba el teléfono a la oreja», explica con ternura. 

Ramona Moreno Bezanilla | 91 años

«Es la persona más abnegada y maravillosa del mundo»

A la generación de Ramona Moreno le tocó trabajar y sacrificarse por los suyos. Por eso su hija Begoña la recuerda como «la persona más abnegada y maravillosa del mundo». Nació en Santander y vivió tras casarse y tener dos hijas en las casas de la Renfe. «La pobre no hizo muchas cosas porque dedicó su vida a nosotros. Le gustaba ir de excursión con unas amigas, pero tampoco demasiado a menudo», recuerda. Aunque en su mente aún saborea, al ser su padre, Fernando Thonon, conductor ferroviario, «los viajes en el kilométrico a Madrid y Valladolid». A su hija, ya de mayor, le daba rabia ese gen ahorrador. «Es para dejároslo a vosotras», me decía. «Nosotras la solíamos llevar a pasear a El Sardinero para que pudiera disfrutar algo. Lo hacíamos para que, al menos, tomara un café y un pincho vegetal, que era el que más le gustaba», cuenta con cariño. El afán de Ramona por dejar a los suyos en la mejor posición siempre le obligó a, en parte, olvidarse de ella misma. «También trabajó con mi tía en la frutería Revert, en la calle Burgos. Los sábados comíamos allí todos juntos porque no paraba», explica. Lo que más lamenta la familia es «no haber podido estar más cerca durante los últimos días». Es el lamento general de los familiares de todos los fallecidos por coronavirus. «Es que en la residencia estaba tan bien. Tenía un trato excelente, por eso queremos agradecer a toda la gente de San Cándido el buen trato dispensado durante todo este tiempo», recalca. «Íbamos todos los días a verla y siempre estaba con la sonrisa en la boca. Me permitieron ir a despedirme y pasar un rato con ella. Y lo agradeceré de por vida», sentencia Begoña.

Antonio Gutiérrez Ezequiel | 91 años

«Nuestro padre se ha ido al cielo sabiendo todo lo que le queríamos»

Fue un hombre afortunado. Disfrutó del cariño de los suyos en vida en la misma dosis que repartió. «Nuestro padre se ha ido al cielo sabiendo todo lo que le queríamos», afirma rotunda su hija Ana. Nació en la Peña, en lo más alto de Peñacastillo. Luego se casó, se mudó a Campogiro y posteriormente a Cuatro Caminos, ya en Santander. Ebanista y carpintero, trabajó a la vez en Nueva Montaña Quijano. «Era una persona honrada e íntegra», explica su hija. Problemas de salud le hicieron ingresar en diciembre en la residencia San Cándido. «Le íbamos a ver todos los días y sólo tengo palabras de agradecimiento para ellos», afirma. Antes había estado allí su madre, a la que Antonio cuidó hasta que pudo.  «A raíz de lo de mi madre, decía que también le gustaría irse, pero que no lo hacía para no darnos un disgusto a los tres», añade. También recuerda sus últimas conversaciones. Antonio no era creyente –al contrario que su hija–, por eso aprovechó esos momentos de intimidad para preguntarla. «'¿Crees que cuando muera veré a mamá?'. Me decía que sería una gozada que estuviera allí para cuando llegara», recuerda emocionada Ana. Aparte de la carpintería, también pasaba el tiempo en la huerta, aunque le entusiasmaba menos que fabricar objetos de madera con sus manos. «Para mí, mi padre era dios. Por eso el sentimiento que tengo ahora, además de pena, es de frustración. Hemos pasado mucho tiempo juntos. Ha tenido una vida llena de amor, primero de mi madre, y después de todos nosotros», relata. Es su mejor recuerdo porque no hay nada más bonito a cierta edad que escuchar decir a un padre que tenía «a los mejores hijos del mundo». 

Benito Díez | 73 años

«Nadie nos lo esperábamos, la gente se ha quedado helada»

Le encantaba pintar y hacer escudos heráldicos. Leer era otra de sus pasiones. En su domicilio de Ontaneda tenía una biblioteca «con unos dos mil ejemplares y el 80%, por lo menos, los había leído», cuenta Nieves, su mujer. Ayudó en la escritura del libro para el monumento que en Vejorís se inauguró en honor a Francisco de Quevedo. Ese era Benito Díez, un vallisoletano, que pasó de joven una temporada en el valle de Toranzo, del que se enamoró. En cuanto pudo, regresó acompañado por su mujer. Juntos reformaron una casa donde vivían felices. «Nadie nos lo esperábamos», afirma Nieves. «La gente se ha quedado helada. Todos me dicen lo mismo: '¡Pero si tu marido iba vendiendo salud!», cuenta. Nieves habla, al otro lado del teléfono, con gran entereza. «Yo sí sé cómo es mi dolor. No sé cómo será el de otras personas», explica sorprendida por cómo ha encajado el duro golpe. «Me dicen que soy muy valiente, pero algún día por algún lado me saldrá», advierte. Lo que no olvidará nunca es el cariño que se profesaban. Llevaban 28 años de feliz matrimonio. «Era muy bromista y siempre me hacía reír con cualquier bobada y me decía: 'Mira que por todo te ríes'», recuerda con añoranza.  Su marcha ha sido tan rápida que apenas se ha hecho a la idea. «Por eso aún no tengo pena, estoy como si no hubiese pasado», concluye.

Julia Fernández Salmón | 91 años

«Era buena, trabajadora y luchadora; entregada a la familia»

A tarta de manzana, a leche frita. A postres caseros, en definitiva. A eso huelen los recuerdos que Julia tienen de su madre, Julia Fernández Salmón. Una excelente repostera y cocinera que disfrutaba poniéndose el delantal para deleitar a los suyos. Julia nació en Revilla de Camargo y nunca se marchó del municipio, donde se casó y tuvo tres hijos: dos varones y una mujer. La mayoría de sus años residió en Maliaño, en el barrio obrero de la sindical, lo que forjó su carácter. «Era una gran defensora de la mujer trabajadora y de la importancia de tener independencia económica para contribuir y ayudar a la familia», explica su hija. Nunca lo tuvo fácil, pero tampoco se quejó. Su marido enfermó y también hizo de cuidadora. «Es que fue madre, esposa y de todo. Tenía la facilidad de hacer mil cosas a la vez», añade con orgullo. El alzhéimer le arrebató sus últimos años. «Íbamos todos los días a verla. Para nosotros, si la sacábamos un gesto, un beso, era un revulsivo», cuenta Julia.  «Era buena, trabajadora, luchadora, siempre entregada a la familia. Disfrutaba de las cosas sencillas de la vida», apostilla. Sus familiares tratan de superar la pena de su marcha. «Está siendo duro aceptar que se ha ido así, sin poder estar a su lado, sin poder acompañarla», concluye apenada Julia.

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