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«Con 106 años, aún tenía cuerda»
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Todos los fallecidos por el coronavirus se han ido antes de tiempo. La edad nunca es disculpaPerdón por el atrevimiento, pero si alguno de ustedes considera que es mayor a sus cincuenta, sesenta, setenta, ochenta o noventa años –o permite que, con tono despectivo, le etiqueten así otros–, mejor sáltese estas líneas y vaya directamente al testimonio de las vidas de Elena Pérez García o María Plaza Rivero. Personas longevas, que lo hubieran sido mucho más si no fuera por el maldito coronavirus.
Tampoco los seis casos de esta tercera entrega son números, aunque sí le tenían apego a las cifras. Porque para algunos cada año era una hoja más en su extenso almanaque. Y la esperanza de poder arrancar la próxima. La interrupción es culpa de una de esas enfermedades que terminan en pandemia, a las que se debe encarar con esperanza. En algunos casos, como el de Elena, no era la primera vez que se veían las caras. Pasó la gripe española de 1918, a la que derrotó. Dicen que si no fuera por la Covid-19, «habría durado mucho más». El mismo convencimiento tienen los familiares de María Plaza.
A Manuel Cantero el virus le cogió, como siempre, con una inmensa sonrisa y repartiendo amor entre los suyos. Para muchos, estos días de reclusión han sido una buena oportunidad para hacer familia. Sobre todo para aquellos a los que el ritmo vital y laboral discurre a la velocidad de la luz. A Manuel no lo hizo falta; en su trayectoria puso todo el empeño y, a tenor de los testimonios, lo logró. A Amparo de los Santos le tocó bregar desde bien pequeña, y a María Rosa, que vivía en Madrid, le siguen llorando a 500 kilómetros de distancia, desde la 'tierruca', donde se encuentran parte de los suyos.
Todos estos casos con claros ejemplos de amor. La banda sonora de una vida que bien podría tener por letra ese poema de Manolo Chinato que exhorta: «Ama, ama, ama y ensancha el alma».
Su vida podría ser novelada o servir de guion para una película cinematográfica. Elena Pérez García conoció tres reyes distintos (Alfonso XIII, Juan Carlos I y Felipe VI), un dictador (Francisco Franco), vivió una guerra civil, su posterior dictadura y la restauración de la democracia. A sus 106 años se enfrentó a su segunda gran pandemia. Superó la de 1918, la que fue bautizada como la gripe española, pero no pudo con esta. «Es una lástima porque estaba para durar unos cuantos años más, tenía cuerda para rato. Y no exagero. Estaba muy sana. No tenía azúcar ni ninguna otra cosa», explica su hijo Antonio, de 83 años de edad. Elena y su familia son muy conocidos en Santillana del Mar, donde regentan Casa Cuevas, un obrador ubicado junto al lavadero y la colegiata. Se casó con Vicente Inguanzo, fallecido hace unos años, y tuvieron cinco hijos. «Murieron tres y quedamos una hermana y yo», explica Antonio. Hasta que pudo tuvo a su madre en casa, pero el año pasado se vio obligado a trasladarla a la residencia de Carrejo, adonde acudía a diario para visitarla hasta que el desembarco del coronavirus se lo impidió. «La tenía como a una reina. Como hizo primero nosotros, a ella nunca la faltó nunca de nada», explica Antonio. Desde hace un mes sólo podía hablar con ella por teléfono. «Me decía que estaba muy bien pero que cuándo iba a verla», recuerda apenado. «Le gustaba mucho cantar», comenta Antonio, uno de sus nietos. «De todo, también canciones picaronas. Se sabía todos los dichos», apostilla su hijo. «Lo peor de todo es no poder despedirla, pero cuando todo esto pase vamos a hacer un funeral precioso. No se merece menos», concluye emocionado.
A Ana Rosa le cuesta hablar de su madre, María Plaza Rivero, sin emocionarse. «Se ha ido en muy poco tiempo. Una semana y cuatro días en el hospital sin poder verla», se lamenta. María era de Salamanca, de un pequeño pueblo llamado Villar de Ciervo, pero residía junto a su hija en Santander. Antes lo hizo en Oviedo, donde se casó. «Mi padre hizo allí la mili y decidieron quedarse. Se vino aquí ya de mayor, donde ya llevaba doce años», explica Ana Rosa. «Mamá era la mejor madre del mundo», sentencia. «Si no llega a ser por el coronavirus, mi madre habría durado una temporada larga más. Tenía la firme impresión de que se iba a convertir en centenaria. Cuando ingresó, no tenía síntomas ni nada», añade. El suyo es un caso duro. Ana Rosa trabaja en el Hospital Valdecilla y fue la primera en dar positivo. «Estuve malita, muy malita. Me sentí muy mal. Es un ahogo tremendo. Afortunadamente no entré en la UCI», explica. «De todo esto saco una lectura: piensas que China está allí, muy lejos. Pero no, China está aquí al lado. Antes se tardaba una eternidad, ahora unas pocas horas», reflexiona. Al menos la consuela que sí pudieron inhumarla en su pueblo natal, en Salamanca. «Nosotras (por ella y su hermana) no pudimos acudir. Dos personas de la familia lo grabaron con el móvil. Como mamá solía decir, 'con fotos de esas que vienen por el aire'. Así que nos tuvimos que conformar con un entierro digital», admite con resignación. Siempre la recordarán como «una mujer muy de su casa, le gustaba tenerlo todo en orden». «Además, si tenía el día, soltaba golpes muy buenos. Te partías de risa. Era la mejor, sin duda», concluye Ana Rosa.
Manuel Cantero era de esas personas que hacen familia. De las que crean un núcleo duro a su alrededor a base de entrega y cariño. Pero, sobre todo, como afirma su hija Gemma, «era un vitalista: amaba la vida por encima de todo». Fuera de casa le conocían como 'Manolín' del de la gestoría Herrería. Un empleo con el que granjeó muchas amistades. Le gustaba salir, pasear por las calles más bulliciosas de Santander y tomar un 'marianito' (un vermú pequeño) en el bar que más concurrido estuviera. «Pero con sólo una piedra de hielo», recuerda su yerno, Manuel Cagigas. «Decía que para cuidarse la voz, porque cantaba en el Coro Ronda La Encina», explica Gemma. «Fue ese abuelo que todos los nietos quieren tener, el que te lleva a los caballitos llueva o truene, el que todos los viernes del año te compra un helado de moka o que te cuenta cuentos inventados de un caballo, 'Patolas', que siempre estará en nuestro recuerdo», relata con nostalgia Tamara, en representación de sus cuatro nietos. Otra de sus pasiones fue el Racing. Era de esos socios que no fallaron ni en los tiempos más aciagos del conjunto verdiblanco. Con su nieto Manuel, el hijo de Gemma, iba a todos los partidos. «Sufrían como perros y salían desesperados, pero nunca faltaron a su cita en El Sardinero», recuerda su hija. Como padre le recuerda «juguetón». «Aunque trabajaba hasta las ocho de la tarde en la gestoría, siempre sacaba un rato para prestarnos atención. En la adolescencia y la madurez le tuvimos para todo. Y de jubilado, también», recuerda emocionada. «Estaba súper orgulloso de sus hijos. Qué suerte he tenido, solía decir», recalca. «La misma que nosotros por tenerlo a él», finaliza.
La vida no fue fácil para Amparo de los Santos. Siempre tuvo que bregar para sacar a los suyos adelante. Nunca se quejó. Aceptó el destino y lo encaró con sacrificio y entrega. Aunque vivió inicialmente en la Subida al Gurugú, en Santander, después lo hizo en General Dávila. Allí regentó el mesón El Quinto Pino, junto con su marido, por lo que la pareja era muy conocida. «Tenía su carácter, pero es lógico. Mira qué años le tocó vivir y además con trece hijos», explica Pilar, la pequeña. «Perdió al primero y eso la marcó mucho», añade. «Era recta pero muy cariñosa», apostilla. Lo que sí recuerda es su fortaleza. «Ella quería vernos bien, por eso trabaja fuerte. Le daba igual en qué: lo mismo armaba una pared de ladrillos que echaba un tejado», cuenta Pilar. «De ella hemos sacado la enseñanza de que nada es imposible. Si quieres algo, sólo tienes que buscarlo y luchar por ello», explica rotunda. Con tantos hijos que atender y un negocio de cara al pública, apenas tuvo tiempo para ella. «Eso sí, siempre sacaba un rato para ver todos juntos una película en la televisión después del telediario», recuerda con ternura Pilar. El resto del día se lo pasaba trabajando. «Recuerdo de pequeña que, cuando me acostaba, la dejaba tejiendo. Al levantarme temprano para ir a l colegio, la encontraba con la máquina cosiendo de nuevo», añade. Fruto del esfuerzo, en 1986, alcanzó su sueño de construir una casa de pueblo, en Ajo (Bareyo), que era lo que los padres de Pilar siempre habían querido. Amparo estaba ahora ingresada en la residencia Virgen del Pilar, de Santa María de Cayón, a la que la familia está «agradecida por el buen trato». «Se marchó antes de tiempo siendo madre, abuela, bisabuela y tatarabuela», sentencia su hija.
Rosi, como todos conocían a María Rosa Pérez Gómez, era una persona «bondadosa, amable y servicial», cuenta Vicente Nieto, uno de sus sobrinos. «Era una mujer que regalaba felicidad», añade. La distancia de vivir en Madrid desde hacía mucho años no hizo más que acrecentar su amor por la 'tierruca'. «Era cántabra de pura cepa, de las de olor a salitre», recalca Vicente. El pasado 16 de marzo toda la familia recibió el mismo fatídico mensaje de WhatsApp. «La mami ya descansa. Ha muerto escuchando 'La reina mora' y seguro que la cantaba para sus adentros. Ya está con papá. Beso fuerte para todos», escribió su hijo Ramón. Fue un mazazo. Rosi y su marido, Ramón Escalona, formaron una pareja que sacó adelante siete hijos. Una de sus mayores virtudes fue, según explica Vicente, su sobrino, «superar todas las dificultades juntos». Cantabria siempre fue la gran pasión de Rosi. Sus estancias veraniegas eran su mejor medicina. Participaba activamente en la Casa de Cantabria en Madrid y en el coro Peñas Arriba de la capital de España. «Se nos ha ido una de las mejores embajadoras de nuestra región, de sus paisajes, de sus gentes, de su gastronomía, de sus costumbres...», enumera con melancolía Vicente, y concluye con una rotunda afirmación: «Sin duda, se nos ha marchado una gran mujer».
«Aún le seguimos llorando», cuenta al otro lado del teléfono Francisco José Dueñas, al que todos llaman Pepe. Era uno de los buenos amigos de Gerardo Santamaría. «Se nos ha ido el mejor, no tenía dobleces», recalca. Gerardo, Pepe y Antonio Lavín formaron un homogéneo núcleo de amistad con sus respectivas mujeres. «Recuerdo con especial cariño los veranos que pasábamos acampados en el molino de Oruña de Piélagos», cuenta su hijo, que se llama también Gerardo, en boca de sus hermanos Guiomar y Francisco. «Dos o tres meses, todos juntos. Fue una época imborrable», relata Pepe, que le echa mucho en falta. «Yo también ando algo fastidiado y me tienen que operar. Gerardo venía todo los días para hacerme compañía. Era el mejor amigo de sus amigos», recuerda con nostalgia. Cantaban juntos en el Orfeón Cántabro, con el que recorrieron media España. «Mi padre fue una persona muy trabajadora, siempre a turnos en Nueva Montaña. Quería lo mejor para su familia», recuerda su hijo. «Conoció a mi madre en el barrioPesquero de Santander, en un lugar que se llamaba el Apostolado del Mar, donde celebran fiestas y guateques», cuenta. «Además de cantar, le gustaba mucho echar la partida al mus. Y era muy futbolero. Del Racing, del que fue socio mucho tiempo, y del Real Madrid», concluye.
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