Secciones
Servicios
Destacamos
El tractor está aparcado frente a dos canastas de baloncesto: una muy alta, otra para niños, y tres balones hinchados encajados en la base. «Lo pintamos nosotros», dice José María López Postigo señalando las líneas blancas que marcan el área y la zona de triple. ... Mientras habla, los perros mueven la cola como si fueran hélices y varios gatos se enroscan entre las piernas. Son extraños estos felinos. Buscan el contacto. Buscan el ruido del coche que acaba de llegar a un pueblo por el que nunca pasa nadie salvo el tractor de José María y su arado colgando por detrás.
En Cubillo de Ebro viven cuatro personas, y aunque a veces registra las temperaturas más bajas de Cantabria, en su fuente el agua nunca se congela; José María se encarga de ello. También de que la escuela esté en buen estado. Y la iglesia. Si se caen estos dos edificios, dice, podemos darnos por muertos. Agricultor, ganadero y valedor del pueblo en el que nació hace 52 años, es también el alcalde pedáneo: «Si no me presento, la pedanía pasaría al Ayuntamiento», es decir, será uno más del medio centenar de pueblos que tiene Valderredible, el municipio con más extensión de la región y uno de los más despoblados. «En verano casi todas las casas están abiertas, y los fines de semana hay más ambientillo, pero ha ido a peor», dice. «En todas las casas había gente cuando nací, y eso que me pilló lo último del éxodo a Bilbao. Entonces quedaron los padres, y según han ido muriendo, he visto cómo se cerraban una casa detrás de otra». Le suena entonces el teléfono en el bolsillo del buzo azul y se disculpa porque es un amigo con el que queda para tomar el café en Villanueva «porque te puede ocurrir que bajes y estés solo. Por eso hay que hacer por verse, aquí hay más perros que vecinos».
Las casas son aún hermosas, todas de la misma piedra, un conjunto patrimonial con flores en las ventanas, una de ellas tiene el jardín repleto de macetas y adornos: «Ahí vive un joven de Bilbao que ha puesto un internet muy potente y trabaja desde aquí conectado», dice. ¿Eso podría salvar el pueblo, los nuevos empleos, los jóvenes y su movilidad? Enseguida niega con la cabeza y lo llama solución puntual «porque de estos pueden venir uno o dos, y así no se soluciona el problema», dice. Propone arreglar la casa que pertenece a la Junta con una subvención porque el municipio apenas ingresa mil euros por el coto, «si se arregla se podría rentar a una familia con niños». La iglesia está cerrada, «sólo viene un cura jubilado cuando fallece alguien, y en verano ofician misa de vez en cuando». Tiene un contenedor para reciclar papel y unos bancos «para que los senderistas paren a descansar», pero José María se asoma al futuro de sus raíces y sólo le sale una palabra: «Complicado».
¿Qué pasará cuando él no esté en Cubillo de Ebro para ver pasar al único vecino que vive en Otero, el pueblo de al lado; cuando no esté para cazar subvenciones como el Plan E con el que rehabilitaron la escuela?
A unos diez minutos en coche está Villanueva, y en el bar, suena el programa matinal de la tele. Huele a tortilla de patata recién hecha, es lo único que hay sobre la barra de Pilar Pareja. Lleva ahí 28 años, en el negocio que también es alojamiento rural, y «aunque hace unos años había movimiento, ahora como mucho suman cuarenta personas en verano», y eso que el local está en una de las carreteras regionales con más tráfico del valle. Pone los cafés. Sonríe. Los taburetes se llenan con la quedada de José María y dos compañeros más.
Su hijo está en ese momento con ella: «Para salvar esto hay que fijar la población al territorio y eso se consigue creando empleos», dice. Se llama Jorge Fernández, y aunque echa una mano a sus padres en el bar, su trabajo está fuera de allí, en Polientes, como conductor de vehículos de emergencias. «Tenemos Reinosa y Aguilar cerca, pero si no se mete una empresa grande, la gente se marcha». La puerta del bar sirve de tablón de anuncios, se ofrece mano de obra, productos agrícolas, leña: nada de clases particulares de infantil o talleres para mayores. En la televisión sale la despoblación después de la manifestación del pasado domingo en Madrid: «Ahora somos noticia», dice Chema, y la duda que queda en el bar es hasta cuándo.
¿Qué hay que cambiar? ¿Es posible vivir con los servicios básicos en la distancia? Las segundas residencias mantienen las fachadas de los pueblos como postales turísticas, pero los que están vacíos como Quintanas Olmo cabe preguntarse si el progreso está en avanzar o en no dejar morir. Al despedirse, Jorge señala en el mapa una de las zonas más despobladas por su lejanía de núcleos urbanos. ¿Qué hay ahí arriba, en Rucandio? El corral de Paloma Sanz, sus capones, y un frío repentino como si la sangre circulase al revés mientras brilla un sol blanco: «Me vine porque no encontraba trabajo de veterinaria en Torrelavega, y aquí he plantado arándanos, he puesto un corral, yeguas, y estoy arreglando una casa», dice con los aleros de madera aún sin barnizar en la fachada. Todo va lento, pero mientras su inversión «aún no ha dado sus frutos», su profesión sí: ahora se gana la vida como veterinaria asistiendo la reproducción de vacas en el valle.
Con ella vive su hijo de 9 años, que va al colegio a Polientes. ¿Cómo lo hacen? La pregunta le afloja una media sonrisa, y mientras llama por su nombre a todos los perros que le salen al paso, explica que viene a buscarle un transporte escolar y le vuelve a llevar a las cinco de la tarde. «Ya no nieva como antes, y si hay nieve, solo hay que esperar», dice: «Aquí se vive por menos dinero que en la ciudad, pero estaría bien más ayuda».
En Rucandio, pueblo con cuatro vecinos, el último de Valderredible antes del puerto de Carrales, Javier Maraña se asoma para mostrar el trabajo que ha hecho con sus manos durante veinte años. Ahora, ya jubilado, lo que le queda por arreglar lo hace con la ayuda de un obrero, una antigua cuadra que será un salón: «Ojalá sobrevivan los pueblos», dice. Y para ello mira cerca, y no tanto a los políticos, en busca de soluciones: «Falta apoyo de los lugareños para asegurar el futuro del pueblo con gente de fuera», dice. Está nevando cuando cierra la puerta. Vuelve a Balmaseda, donde reside. En su casa no hay perros. Solo una furgoneta con herramientas de obra en la entrada.
José Ignacio Fernández es uno de los dos panaderos de Valderredible. Su negocio está en Polientes. Se levanta temprano, enciende el horno, y cuando ha terminado de cocer, carga la furgoneta para recorrer a diario entre 80 y 100 kilómetros para llegar a los pueblos.
En algunos sólo hay uno o dos vecinos, muchos mayores: «Esto casi hay que hacerlo por caridad humana», si no, dice, «¿cómo se entiende que recorra tanto kilómetros para subir y para bajar, aunque haya nieve en la carretera, solo para vender una barra. ¿Crees que es por dinero? No los pienso dejar ahí tirados». Hay días que él es la única persona con la que algunos mayores hablan, «veo si necesitan algo o si están bien».
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.