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Lo bueno de que te hagan preguntas es que tomas conciencia de tu capacidad de reacción, pero también de tu ignorancia, de ahí que no todo el mundo se preste. A veces, incluso somos reacios a preguntarnos a nosotros mismos, y si lo hacemos, es ... como los niños que juegan a ser maestros: nos ponemos sumas sin llevada, aunque en clase hagamos trigonometría. Esa impresión de saberte la respuesta no sirve de nada cuando te topas con ciertas personas cuya curiosidad derrumba la falsa sensación de tenerlo todo controlado. Y eso no es malo, pero enfrentarse a ello genera cuando menos inquietud. Que se lo digan si no a la consejera de Sanidad y su negativa a contestar a los periodistas por la polémica de los contratos públicos.
Estaría bien recordar que las preguntas no acarrean siempre una polémica. A menudo traen algo mejor. Traen debate, conocimiento, asombro. Por ejemplo, el otro día una buena amiga me preguntó por qué no cubrían el techo de La Porticada con una gran bóveda de cristal para no tener que celebrar bajo una carpa de plástico la Feria del Libro o cualquier otro evento cultural de Santander. Hay espacios privados que lo han hecho, me dijo, hoteles que para sus celebraciones cubren de cristal el cielo. ¿Te lo imaginas? Adiós al agua, pensé. Adiós al profiláctico que te mantiene seco hasta deshidratarte. Sería como el hospital de San Rafael, actual sede del Parlamento, pero con el doble de metros cuadrados de superficie. Recordé que el PRC ya lo pidió en campaña electoral. Recordé también la galería de Víctor Manuel de Milán, sus avenidas tapadas por una gran bóveda que te lleva desde el Duomo hasta al Teatro de La Scala como si fueras un duque con mochila. Lleno de turistas. Lleno de fotos. Lleno, y profundamente lejano. En el suelo de esa galería está el mosaico del toro al que hay que pisar los huevos; en Santander tenemos al raquero al que tocamos el culo, así que la pesquisa ordinaria no sería objección como atracción turística, pero ¿sería viable tapar la plaza? La lluvia nos responde cada día, aunque la duda se pierda en la maraña electoral cada cuatro años.
Nunca le agradezco lo suficiente a mi amiga que me haga estas preguntas tan raras, como si me obligara a mantener una tensión en el pensamiento para no amodorrarme con lo de siempre; con lo inmediato. Ojalá los políticos se le pusieran a tiro, porque una cosa es informar y otra cosa responder. ¿Se cuestionarían los límites de las cosas como hacen los arquitectos, los poetas o los ingenieros para doblar las perspectivas y por tanto las oportunidades? Pienso en la consejera, y su evasiva a las preguntas me parece en sí misma una respuesta. Si escuchara las dudas que tenemos, quién sabe si surgiría en su imaginación una elocuente solución a lo que está pasando con los contratos públicos. Quizá visualizara otra forma de gestión, una explicación que limpie el nombre de la burocracia y de su Consejería. Lo bueno de que te hagan preguntas es que tomas conciencia de tu capacidad de reacción, pero también de tu propia ignorancia; en este caso, por desgracia, la ignorancia de la ciudadanía. Y eso no es bueno para ninguna de las partes.
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