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El caso es que Javi, el fotógrafo, quiere saber cuánto tarda un limonero en crecer y dar frutos. Yo tengo uno plantado desde hace once años en el jardín de casa, así que le comento para que se anime. Tan a gusto estamos charlando, que ... no nos damos cuenta de que el tren lleva varios minutos parado. Estamos en la estación de Solares. Aún no lo sabemos, pero nos acaba de dejar tirados.
Entonces oigo un ruido brusco -'tac, tac, tac....'-, acompañado de un par de tirones que empuja mis riñones hacia el respaldo. «Ya arrancamos», me dice mi compañero. Error. Bueno, no. Avanzar, avanzamos... ¡pero marcha atrás!
Segundo intento. Nada. La locomotora se niega. Recula. Como los perros cuando los llevas del collar al veterinario. «Es lo de siempre», nos dicen al unísono el resto de viajeros. De repente se abre una puerta y aparece la maquinista, una mujer resuelta que recorre a paso ligero los vagones y, antes de meterse en la otra cabina, nos informa: «No sé que le pasa, pero el tren sólo va para atrás. No obedece». Una afirmación que me sirve de metáfora para describirles cuál es el estado actual de las Cercanías en Cantabria.
El motivo del reportaje era otro bien distinto. El Diario Montañés quería conocer de primera mano la opinión de los viajeros que desde el domingo contarán con 44 frecuencias semanales menos en la línea Santander-Liérganes tras la implantación del nuevo sistema de seguridad ASFA. Lo que no presagiábamos era que sufriríamos en nuestras carnes lo que relatamos, semana sí semana también, desde hace unos cuantos meses.
Blanca- Usuaria habitual
Por cierto, la elección del tren fue al azar. «El de las diez y cuarto, que si no regresábamos demasiado tarde», le propuse a Javi. Pagamos 5,4 euros por barba por el billete de ida y vuelta. Hasta aquí, todo normal. El convoy partió con puntualidad. Los viajeros subían y bajaban a medida que se sucedían las estaciones. En Solares, tras la avería, prácticamente se vació. Sólo ocho personas continuaban a bordo. «¿Qué hacemos?», pregunté a la maquinista, que hacía todo lo posible para desbloquear el tren. Sólo faltaba Luis Moya, el archifamoso copiloto de rallies, gritándole aquello de '¡trata de arrancarlo Carlos; trata de arrancarlo, por dios!'. Las ruedas se negaban a girar hacia adelante, así que sacó su teléfono y puso en marcha el plan b. Vamos, el habitual, el de casi todos los días. El Centro de Gestión de Viajeros de Santander, aquel que Renfe dijo que se llevaba a Oviedo y luego corrigió y dijo que no, respondió rápido. «Los que quieran llegar a Liérganes, que se bajen y esperen en la estación a que venga el taxi. Los que quieran continuar a Santander, que sigan a bordo», aclaró.
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Un hombre comenzó a impacientarse, aunque no perdió la educación. «Perdone, el tren debía partir a las once y cuarto y ya son casi y media. Se me hace de noche», preguntó a la encargada de la estación. «Tiene razón, pero hay que esperar a los pasajeros que vienen de Liérganes por carretera», le contestó. «¿Le importaría entonces devolverme el dinero del billete? Es que no llego a trabajar», replicó.
Teresa - Usuaria habitual
Como no había nada más que hacer -ante la tentación de cruzar la vía y pedir unos caricos en Casa Enrique, que está justo enfrente, y quedarnos a comer sin pasar por el periódico-, montamos la tertulia. «¿Qué opinan de las próximas supresiones?», propuse. «Pues yo no sé nada, acabo de pasar por la estación y no he visto ningún cartel», explicó Blanca, una usuaria habitual. «Pero ya que estamos, hijuco -me dijo con cercanía-, tú que seguro que estás mejor informado, ya me podrías mirar cómo lo tengo la semana que viene para ir desde La Cavada al apeadero de Valdecilla, es que debo ir a rehabilitación y no puedo llegar tarde», añadió. Así que, en lugar de tomar nota de sus impresiones, saqué el teléfono móvil y traté de ver en la pantalla la imagen de los nuevos horarios que había fotografiado previamente en la estación de Santander. «Por cierto, ¿quitan muchos trenes de los que van a Valle Real? Me gusta ir a a comprar allí», me consultó a continuación Teresa, otra viajera. «Espere. Lo voy a mirar», le digo mientras manejo el terminal. Cuando quiero darme cuenta, me he convertido en interventor.
Me salva la llegada de los siete de Liérganes. En realidad son seis. Uno de ellos tenía que ir al banco y, como le quedaba más a mano, le ha pedido al taxista que lo deje por el camino. La maquinista los cuenta como los profesores en las excursiones. «Uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Hala, ya estamos todos. Nos vamos».
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