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Ahora que ya sabemos que, si Miguel Ángel Revilla proclama la independencia de Cantabria y tiene la precaución de tomar un barco a Hamburgo, nunca será extraditado desde Alemania por rebelión y que, si algún día el Ministerpräsident de Baviera declara también independiente su 'Land' ... y viene a Santander, tampoco pensamos devolvérselo a los alemanes, hablemos de cosas más serias.
Por ejemplo, del pintor Marc Chagall, hombre notable por haber sobrevivido casi un siglo (1887-1985) a la cruda circunstancia de ser un judío bielorruso de ascendencia lituana, en una Europa furibundamente violenta y antisemita. Por referenciar: Ortega y Gasset era cuatro años mayor que nuestro Moshe Segal, pero falleció 30 años antes que este. ¿Quién sabe cómo habría sido la filosofía orteguiana si La Muerte le hubiera concedido semejante prórroga matusalénica al maestro español?
Hace días me acerqué al País 'Basko' (así lo escribía hace cien años Arturo Campión, un integrista navarro reciclado como nacionalista vasco), para disfrutar de las obras de Chagall que exhibe el Guggenheim (esta familia de filántropos es también de origen judío europeo, concretamente de Suiza). La mayoría de las obras datan de 1911-1919, cuando Chagall abandona el imperio ruso y se encuentra en París con todas las vanguardias y, más importante, con todos los vanguardistas. Gracias a las amistades parisinas pudo exponer en Berlín, y de ahí regresó a Vitebsk para la boda de una hermana, con tan mala suerte que estalló la Primera Guerra Mundial y tuvo que quedarse en casa retratando lo doméstico. Tres años después sobrevino la Revolución, aunque hacia 1923 Chagall ya no quería ser líder cultural en la Bielorrusia comunista y regresó a Francia (tras la invasión nazi tuvo que huir a través de España hacia Estados Unidos, donde su esposa Bella falleció por un virus).
Chagall es un pintor único y original, que expresa sentimientos y sueños vinculados a su infancia en la ciudad de Vitebsk, con las técnicas que aprendió en San Petersburgo (con otro judío, León Bakst) y en París. En su autobiografía habla con ternura de su sufrido padre, explotado por el comerciante de arenques, y de su madre, que sobornó al director de una escuela para que admitiese a este alumno judío. Moshe se salvó de la muerte en un 'pogrom': los asesinos le preguntaron si era judío y él dijo que no. La historia del arte sería menos verdad sin aquella mentira.
Me pregunto qué obras tendríamos hoy en Cantabria de haber existido algún Chagall igual de nostálgico entre los hebreos que tuvieron que abandonar la aljama de Laredo en 1492 y marcharse con lo puesto. ¿Son muchos los pejinos que dedican algún pensamiento al pasado judío de la localidad? Desde luego, en las mandamasías culturales de Cantabria no existe ningún interés. (Es significativo que la obra de referencia siga siendo la de Javier Ortiz Real de 1985, casi tan antigua como nuestra autonomía). Alguna vez intenté en vano convencer a ciertos responsables del potencial de la Puebla Vieja en todos sus aspectos, incluido el de la recuperación de aquel mundo perdido, mediante algún centro de interpretación. Aunque no fue Laredo el único lugar de nuestra comunidad con presencia judía, esta villa y San Vicente de la Barquera parecen las mejor colocadas para esa tarea de rescate. Lástima que no hubiera un Chagall entre los emigrados sefardíes montañeses. Pues quizá solo perdure el espíritu local que se universalice, al convertirse en universal que se localiza. Esa es su eternidad posible.
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