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La antigua cuadra de Enedina Rodrigo y su familia es el escenario que da la bienvenida al entrar por la puerta de su casa, en Arenas de Iguña. Ya no hay vacas, pero las escaleras al pajar y las fotos impresas en sepia de su ... familia ordeñando todavía recuerdan que el suelo que hoy pisan ella y Gerardo -su marido- fueron el resguardo del ganado durante muchos años. O «bichos», como dice ella con mucha gracia y una media sonrisa.
Enedina nació en 1944, creció en una familia dedicada a la ganadería y desde muy pequeña ayudó con las labores a su padre, Lorenzo, y a su madre, Basilisa. Además de en el campo, ellos trabajaron como costurera y como obrero en la fábrica de Nueva Montaña Quijano, en Los Corrales. Enedina también cuidó de su hermana enferma -hasta que murió a los 29 años-, se hizo cargo de sus padres mayores, crió a sus cuatro hijos, ayudó a su madre con la costura e incluso vendió táperes para «ganar algo de dinero extra» en el seno de una familia humilde.
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Cuando su padre se jubiló, quiso darse de alta como autónoma en el régimen agrario: «Me dijeron que las normas habían cambiado, que si yo fuera viuda o soltera me valía para cotizar, pero como tenía un marido, tenía que percibir un sueldo similar al suyo, y mi situación no era esa», cuenta todavía con sorpresa al recordalo. Explica que por aquel entonces -el año 1997- le dieron «la cartilla verde», con la que podía comprar y vender ganado, pero no acceder a subvenciones ni cotizar para después tener una pensión. Admite que se sintió «desolada» y «con mucha rabia e impotencia». «Toda una vida trabajando y cuando quise arreglar los papeles, no pude».
A día de hoy se sustenta con el dinero de la pensión de su marido, un gaditano que trabajó hasta la jubilación en Sniace. Como Gerardo trabajaba en la fábrica, vivieron en Torrelavega, y Enedina todavía recuerda que fue ella la que se sacó el carné de conducir cuando una de sus hijas acababa de nacer para poder ir hasta Arenas de Iguña a atender el ganado. Se compró un coche e iba hasta la casa del pueblo con sus cuatro «chiquillos» : Manuel Gerardo, Chari, Lola y Lorenzo. Hace memoria de las noches en las que intentaba limpiar la casa a las dos de la madrugada mientras los niños dormían para levantarse a las seis de la mañana a arreglar el campo: «Trabajé mucho, he tenido una vida sacrificada, pero era joven, lo llevaba bien y no me parecía que fuese un trabajo que no pudiera desempeñar».
Ahora, a sus 77 años, tiene un minusvalía reconocida del 75% por varios achaques en las piernas, hombros y brazos, además de una hernia. «Me toca descansar», dice sonriente en el sofá de su casa.
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