Secciones
Servicios
Destacamos
«En el barrio siempre hay alguien que sabe más que tú. Tatúatelo. No lo olvides». Bajo el señuelo de mantra la frase introduce uno de los capítulos del nuevo libro del poeta, escritor y filósofo Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976). Como ya se avanzó, 'Barrio ... Venecia' (Lengua de trapo), publicada en la colección Episodios nacionales, se define como 'Casi una historia obrera'. En esta novela, que es muchas otras cosas, el profesor de la Universidad de Salamanca se adentra en los recuerdos familiares de Candina, su barrio santanderino en los 80. Tras publicar 'Un lugar sin límites' ahora ha trazado un relato que tiene también algo de ajuste de cuentas. «La memoria no deja de ser un gran desguace lleno de vida y muerte».
-En su invocación inicial escribe 'Estar es todo'. ¿Suena a rendición y casi a redención? ¿Escribir sobre la memoria no es un acto de resistencia?
-Escribir sobre la memoria es un acto de resistencia, pero resistir no significa rendirse, de eso va el libro. Resistir significa observar un territorio del pasado y desde él tratar de comprender el presente, y hallar posibilidades de cambio. Para mí es también una forma de acción. Cada uno debe ser responsable de sus formas de resistencia. Esa expresión, 'Estar es todo', la he tomado de uno de mis poetas favoritos, Juan Gil Albert. Aunque no lo parezca es una expresión vitalista. Habla de la necesidad de tomar conciencia de dónde venimos y comprender la capacidad transformadora que posee el mero hecho de estar en el mundo. Sobre los escombros del presente se pueden construir vidas diferentes. Una vez que aceptas que 'estar es todo', la vida parece menos trágica y está llena de agitación, fuerza y posibilidades.
- 'Barrio Venecia' implica muchas definiciones, incluso algunas contradictorias. ¿Cómo califica a la obra su autor?
-El libro está pensado como una novela en la que a lo largo de fragmentos en forma de tesela se va narrando o desplegando una historia concreta: la historia de una familia trabajadora dentro de un barrio obrero como era el Candina de los años ochenta y noventa. A partir de ahí brotan historias paralelas, rutas diferentes que describen un contexto de cierre de fábrica, precariedad, amor, descubrimiento de la música, de la literatura, de las drogas, de la militancia política, etc. Ahora bien, no es una crónica histórica del barrio ni una autobiografía. Digamos que partiendo del escenario de ese barrio (que es mi barrio) trato de contar una historia familiar, que es también política y social. No es tampoco una novela obrera. La llamada literatura obrera me atrae y me repele con idéntica fuerza. Creo que el mayor compromiso político de un escritor, cuando escribe, es con la imaginación. Utilizo herramientas biográficas junto a estrategias narrativas de la ciencia ficción con el objetivo de crear un híbrido, un raro artefacto que describa un lugar que ya no existe.
-¿Cree que el barrio que describe simboliza muchos otros, fruto de esa marginalidad inherente que conlleva el capitalismo?
-Esa es la aspiración y el porqué del libro. Es decir, es un libro con pretensión de ser compartido. No creo que la historia que narro sea una historia especial o extraordinaria. Al contrario, creo que es un hilo histórico que se puede hallar en muchas experiencias concretas, en muchos barrios diferentes de España.
-¿Necesitaba escribir este libro como ajuste de cuentas y deuda existencial?
-Algo de eso hay, por supuesto. Candina es un lugar en desaparición. Cuando alguna vez regreso a Santander y me acerco al barrio, apenas puedo reconocer en el Candina de hoy el lugar que fue en el pasado. No me refiero simplemente a su arquitectura, sino sobre todo a la fuerza de la comunidad de vecinos y vecinas que dieron forma a un espacio degradado y lo transformaron en pura vida y alegría. Ese fue el Candina en el que yo viví, el de la convivencia, el de cierta precariedad pero también de armonía y solidaridad y lucha. Un lugar olvidado en aquella época, olvidado por la política local de cualquier ideología, pero lleno de vida hacia adentro. Recuerdo que siendo chaval la gente no se creía que allí viviera gente, en aquel polígono apartado. Ahora es un lugar sin identidad, ha sido devorado por completo por las dinámicas del fervor capitalista, y convertido en un residuo. Así que me propuse recuperar algo de esa atmósfera, aunque fuese una pequeña porción. Tenía una deuda radical con Candina, con ese lugar, con mi familia, con la atmósfera de ese periodo. Además, escribiendo el libro me di cuenta de que muchas de mis obsesiones posteriores proceden de ese Candina.
-Cambia la perspectiva, ¿pero la narración a lo mejor certifica que casi nada ha cambiado?
-Los cambios son sutiles, pero demoledores. Quiero decir: uno de los principios fundamentales del dogma económico actual es la necesidad de romper los vínculos comunitarios, los afectos compartidos. Pero la forma de romper esos vínculos no es violenta o agresiva, sino que se crea una comunidad distinta, individualista, de ganadores y perdedores, donde el hilo de unión es el consumismo, y de ahí nace la desactivación de todo proceso de comunidad fuerte. Esa es la tristeza, ese es el cambio. Concebir la vida en comunidad a través del consumo, convertir el tiempo de ocio en tiempo de consumo. Ese cambio es sutil, pero agotador. Y algo de eso también está en el libro. Ahora bien, no he querido hacer un ejercicio de nostalgia. La nostalgia puede ser revolucionaria, pero también desactiva las potencias del presente. No quisiera idealizarlo. Mi retrato incluye fascinación por el lugar, pero también desesperación por huir.
-¿La novela del presente está secuestrada por la autoficción?
-La novela es un género que carece de fronteras precisas, y eso es algo que se agradece. Mientras más se expanda el concepto de novela, mejor. Quizá ha habido cierto abuso de la noción de autoficción, no lo niego, pero considero que somos animales narradores. Eso quiere decir que necesitamos historias y necesitamos contarnos historias. Nadie es capaz de contar su vida sin mentir. Si a alguien, por ejemplo, le pedimos que ponga por escrito lo que ha hecho en el último año, que nos narre su vida y experiencias, a la segunda línea estará mintiendo o, al menos, adornando los sucesos. Eso no es malo, al contrario: muestra que somos narradores natos, todos, sin excepción. .
-Frente al neoliberalismo triunfante, ¿cree que todos somos fantasmas con la obsolescencia programada?
-No diría que tanto. De hecho, uno de los problemas del neoliberalismo es que no puede ser completamente dominante. Si lo fuera, moriría. Me explico. Existe una cosa que llamamos capitalismo, que impregna nuestra vida, es decir, existe el capitalismo como visión del mundo, pero lo curioso es que nadie, absolutamente nadie, puede ser capitalista las 24 horas del día. No somos máquinas competitivas y despiadadas que sólo buscan su interés. Al contrario, por muy capitalista y competitiva que sea la realidad tendemos a amar, a los cuidados, etc. Por tanto, el capitalismo tiene que mostrarse cariñoso para sobrevivir, pero no puede absorberlo todo. Por eso hay esperanza. Me gustaría creer que estamos viendo y viviendo los momentos de putrefacción del capitalismo, pero no será una muerte feliz ni tranquila la suya. El fin del capitalismo será trágico, pero necesario y urgente.
-Enlazando con 'Un lugar sin límites', ¿hay algo de supervivencia contracultural en su retrato de Candina?
-Así lo creo. De hecho, la escritura se desarrolló en paralelo, y se nota, o al menos yo lo percibo. Hay mutuas intoxicaciones, sobre todo en lo referente a la música, al punk en concreto. El barrio, de un modo extraño, me lanzó a apreciar los márgenes del orden dado, a entender la cultura a la contra, a percibir estéticamente de otro modo. Siempre me ha fascinado la mala hierba que crece entre las baldosas ordenadas con esmero casi patológico. En la mala hierba que sobrevive a lo imprevisible hay siempre una lección moral. Y eso lo aprendí, seguramente, tanto metafórica como literalmente, en mi barrio. A ser mala hierba, quiero decir, pero también a percibir en ella la belleza de estar en el mundo.
-¿Existe algún 'movimiento' cultural actualmente que conlleve señales alternativas?
-Siempre hay movimientos. Y los movimientos culturales que surjan no podrán existir fuera de las tensiones sociales. Eso es un arma de doble filo, pero un reto fascinante. Al mismo tiempo, las y los más jóvenes están logrando cada día ensanchar más el espacio de la crítica y de las demandas políticas. Y eso es magnífico y atractivo. Crear nuevas demandas, nuevas luchas a partir de la necesidad de tender hacia una sociedad más justa y mejor repartida. Eso me hace ser moderadamente optimista dentro del campo trágico en el que estamos. Cada lucha permite que se abra más el campo. Y eso provoca, por supuesto, que la reacción y el fascismo de niño mimado, se sienta incómodo. Que sigan así.
-No creo que exista 'la verdadera identidad de lo cultural'. La cultura no es un universo aparte, separado de lo que hacemos cotidianamente. Está en nuestras prácticas cotidianas y en nuestras expectativas. Lo que sucede es que hemos creado una sociedad que ha situado el mercado en el centro de todas nuestras relaciones sociales y decisiones vitales, y eso ha provocado que la cultura termine como un mero accesorio y que nos asuste o nos parezca mal cuando cultura y política se tocan. No existe la cultura en estado de pureza.
-Uno de los motivos por los que escribí este libro, pero en general lo que me motivó siempre a escribir, es que me ha gustado mucho escuchar las historias de los demás, y mezclarlas con las mías. He heredado de mi madre esta capacidad de atención a todo lo que me rodea. De mi madre y de mi pasión por el dadaísmo.
-El pasado no está ahí, en algún lugar concreto, a modo de armario ordenado donde cada recuerdo está en su sitio con una etiqueta. Quiero decir: el pasado sólo existe en los relatos que hacemos de él. En sí mismo es un residuo, un escombro de nuestra memoria que es necesario mover y trasladar para que adquiera sentido dentro de la totalidad de la vida. Por eso al contar una historia del pasado estamos contando también nuestra historia presente, o cuando narramos nuestra vida no podemos dejar de poner en orden un montón de piezas situadas caóticamente en nuestra memoria. La memoria no deja de ser un gran desguace lleno de vida y muerte. Las emociones son la herramienta con la que accedemos a nuestro pasado, ese desguace. No hay rutas alternativas.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.