Dormir a pierna suelta
David Remartínez
Sábado, 21 de enero 2017, 08:51
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David Remartínez
Sábado, 21 de enero 2017, 08:51
Es difícil concentrarse bajo una fotografía como la que reposa vacante sobre estas líneas. Máxime, ahora que la imagen mezcla eros y tánatos. Pero vamos a intentarlo.
El diccionario Sopeña sobre "Religiones y creencias" publicado en 1992 como traducción del inglés de W&R Chambers ... señala que "hasta hace poco, mitología quería decir mitología griega, que es inconfundible por concentrarse en historias de héroes y heroínas, y evitar los episodios extraños de los mitos contemporáneos del Oriente Próximo". Se refiere, vaya, a ese etnocentrismo del mundo judeocristiano y sus demasiados siglos tachando los mapas en cruz.
"Star Wars" responde obviamente a la estructura del mito griego, o del relato artúrico, o de la odisea del bien en su viaje interminable contra el mal: un huérfano granjero, adolescente de otro tiempo y lugar, afronta su destino como salvador del mundo y se transforma en un ejemplar adulto. Sin embargo, el cuento también se apropia de "Los siete samuráis", de Kurosawa", en fondo y forma. Vean la japonesa armadura de Darth Vader.
Cualquier mito funciona mejor cuanto más simple y evocador plantea su relato, pues abre al público más posibilidades de identificarse, de imaginarlo en primera persona. Así funciona la fábula. Este fenómeno cuajó en las primera trilogía de SW gracias a la artesanía visual de George Lucas (el sable de luz es un mango de flash fotográfico, hay robots con micrófonos por bocas, elefantes disfrazados y naves de cartón... y aún así, nos resulta todo plausible), y gracias también a un guión sustentado en conceptos tan sugerentes y ambiguos como "La Fuerza", "El lado oscuro" o las "Las guerras clon" (de aquélla, solo mencionadas entre susurros como antepasadas batallas épicas. Es decir, presentadas como un mito dentro del mito).
Quien se emocionó con las tres películas entre 1977 y 1983 fue ampliando luego la dimensión de la leyenda con su disfrute particular. Porque nuestra forma de organizarnos los recuerdos no es otra cosa que un mito propio: un relato personal que le confiere sentido y justicia al caos de los acontecimientos, al inexplicable azar de la vida. Recordando, nos convencemos de que hemos gobernado el absurdo.
Quizá por esa razón la segunda trilogía produjo un cisma entre los aficionados a la saga. George Lucas, en una jugada más propia del cine de autor que de un vendedor de muñecos, estructuró en tres episodios la antítesis de su propio mito: un niño, huérfano y valiente también, llamado a ser un héroe también, se deja superar por las circunstancias, por su egoísmo y sus miedos, hasta terminar convertido en un monstruo. El héroe (Anakin Skywalker) renuncia a su libertad y a su coraje, destroza el mundo en lugar de salvarlo, y en su feroz abandono al odio acaba asesinando hasta a su propia esposa a la heroína embarazada de gemelos. Una barbaridad, un harakiri sentimental. Una historia que jamás le contarías a un niño para acostarlo.
Lucas no se quedó allí, sino que estéticamente programó tres películas donde el viejo fan no reconoció sus paisajes habituales hasta casi los últimos minutos de "La venganza de los sith". Para muchos, el mito murió entonces: se aferraron a la "tradición". Para otros, se amplió, ganando contemporaneidad.
Entonces llegó "El despertar de la Fuerza", de J. J. Abrams, en 2015, y reconcilió a la curia y a los misioneros de SW. ¿La estrategia? La más sencilla: contarnos otra vez (y mil que lo hagan) la primordial y fascinante historia de héroes, viajes y victorias, con la que volver a dormir a pierna suelta.
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