Coreografía Allen
'Día de lluvia en Nueva York' | Dirección: Woody Allen; Género: comedia; Salas: Cinesa y Peñacastillo
Guillermo Balbona
Santander
Lunes, 14 de octubre 2019, 21:25
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Guillermo Balbona
Santander
Lunes, 14 de octubre 2019, 21:25
Como en el microrrelato de Monterroso, puede decirse que 'cuando la estupidez concluyó, Woody Allen estaba ahí'. Esencial y coreográfico, coherente y rotundo. El cineasta fiel a su estilo y a su manera de entender el mundo nunca se había ido y nada ... ha conseguido apagarle. La estulticia de la superficialidad reinante y el triunfo de la mediocridad han estado a punto de cegar para siempre un filme secuestrado por aquellos que anteponen la necedad a la libertad. Por otra parte, los mismos que priman el cine basura y deciden sobre la distribución; quienes apuestan por el doblaje saltándose cualquier medida de igualdad de opciones, y quienes no tienen ningún rubor en proyectar hasta veinticinco minutos de publicidad y todo tipo de promociones antes de una creación y una obra intelectual.
España ha sido el primer país en estrenar una cinta arrebatada a las carteleras durante un año, mientras el cineasta lograba sacar adelante otro proyecto rodado recientemente en San Sebastián. Con la sencillez aparente y una vuelta a su ciudad, Allen ha firmado su 'Manhattan' otoñal y dorado, una historia teñida de un paño envolvente que va arropando a sus criaturas y, por ende, al espectador. La película, entre relojes emocionales y simbólicos, responde exactamente a lo que su título alude: Un paseo por la ciudad entre brumas sentimentales, melodías, un desprendimiento de clasicismo apabullante y el desfile de una serie de criaturas tan inconsciente de sus desvalimientos como decididas a probar suerte en lo que azar las depara. La fotografía de Vittorio Storaro profundiza en ese aire surreal, de fantasía, como si todo tuviera un tacto especial, y la historia levitara empujada por la lluvia. Pero no es mero decorado o fachada urbana.
El cineasta de 'Zelig' –una de su docena de obras maestras– alimenta este periplo de encuentros y desencuentros, magníficamente encarnados por intérpretes entregados, con cargas de profundidad muy sutiles. La suya es una comedia húmeda por nostálgica, por empaparlo todo de sueños rotos, por sus criaturas en busca de un placer definitivo; y, claro, por esa lluvia permanente que filtra la doliente confesión de los domésticos paraísos perdidos. Es un Allen maduro, sin fisuras, que te deja una triste sonrisa en el rostro a cada paso, a medida que traza el círculo imperfecto de la cuadratura de su visión de la vida.
Un trayecto coral por calles, hoteles y salones, con una pareja de inmaduros que vertebran la atmósfera construida entre réplicas, diálogos implacables, bromas, paradojas, contrastes y cartas en la manga o descaradamente boca arriba. Una elegante manifestación de criterio, entre roces sentimentales y encendidas declaraciones. Todo muy leve y certero. Y entre tanto verbo la coreografía de Allen reserva en su tramo final la aparición de un cisne negro, un monólogo de Cherry Jones, que por sí solo justifica el regreso de un creador que nunca se había ido.
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