Gramática del silencio
'La trinchera infinita' | Dirección: Jon Garaño, Jose Mari Goenaga, Aitor Arregi; Género: Fantasía; Salas: Cinesa y Peñacastillo
Guillermo Balbona
Santander
Lunes, 4 de noviembre 2019, 09:05
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Guillermo Balbona
Santander
Lunes, 4 de noviembre 2019, 09:05
Es un filme de resquicios, de rendijas, de agujeros y muros y, sobre todo, de silencios. El que calla, el que delata, el que angustia y el que mata. También hay un silencio de supervivencia, que se amasa en la mentira, se cuece a fuego ... lento en el corazón y humea en la cabeza hasta acabar en la obsesión, en la locura o en el olvido. Cualquier guerra, esta vez la más cercana y no siempre la más conocida, es el punto de partida y el eje de un exilio interior donde afloran miedos, dudas y pesadillas. Aunque se excede en el metraje, no en la elocuencia y en la necesidad de su latido interior, 'La trinchera infinita', ese terreno necesario para hacer frente a la ignominia y a la barbarie, es una película que crece desde la intensidad de las verdades musitadas, la opacidad y el miedo a la muerte.
Visualmente vibra desde dentro, desde lo oscuro y lo sometido y respira desde fuera para medir la dimensión de la tragedia, los trayectos exiguos pero hondos que separan la libertad del horror, lo cotidiano de lo feroz, las heridas de las cicatrices. Y entre paredes físicas y muros edificados con el dolor, la pena y la amenaza, se revela la gramática del silencio: las voces apagadas, los gritos, las miradas parciales, la vida imaginaria, los relatos cruzados entre puertas abiertas y vidas cerradas, o definitivamente truncadas. Se antoja más importante lo que no se oye, lo oculto que el ruido de la represión y la memoria pateada.
Jon Garaño, Aitor Arregi, José Mari Goenaga que –parcial, en unos casos, o totalmente en otros–, firmaron esos dos poemas que son 'Handia' y 'Loreak', vuelven con esta obra de cámara interpretada por Antonio de la Torre y Belen Cuesta, acaparadores de casi todos los planos, que desde registros casi opuestos, complementan ese furor y rugido, esa llama semiapagada que discurre como un tumor y su metástasis por las estancias de un escondite que es resistencia, tumba abierta y entierro permanente.
Los topos, los del libro de Jesús Torbado y Manuel Leguineche, constituyen la base del relato, aunque en realidad sean el dolor y el absurdo el verdadero magma de esta historia. Inmersiva, a veces sensorial, incómoda siempre, 'La trinchera infinita' saca de las casillas de lo sabido y resabiado, de lo obvio y lo evidente para obligar al espectador a adentrarse en la guerra civil y en la dictadura desde las entrañas del odio y la crueldad.
La propia película avanza como una víctima más porque esas vidas solo pueden mostrarse desde el limitado espacio que ha dejado la humillación, la derrota, la condena, la soledad, la desesperanza, todo desde un país convertido en un túnel viciado y habitado por fantasmas, rencores y cadáveres que reclaman su sitio entre los vivos. Un retrato a dos voces y dos silencios, sonoros y hondos ambos. Una oscuridad luminosa que grita por dentro, mientras en el fuera de campo reside la supuesta normalidad de la vida avanza ajena y ciega.
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