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Cuántas de estas experiencias que se están incorporando a nuestra vida... Día 62

CUADERNO DE EXCEPCIÓN ·

Sábado, 16 de mayo 2020, 07:42

Hasta lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha aprendido a soportar. No lo digo yo, lo dijo Cortázar. Me pregunto a qué cosas inesperadas que nos están pasando podremos llegar a acostumbrarnos. Me pregunto cuántas cosas que nos ocurren en estos días extraños se convertirán en lo común cuando pase un tiempo. Me pregunto cuándo dejaremos de cuestionarlas, de rebelarnos contra ellas, y las asumiremos como propias, como aquel que se ha resignado a andar con un dolor y apenas lo percibe porque ya no sabe donde acaba el pie y empieza la molestia. Me pregunto cuántas de estas experiencias que se están incorporando a nuestra vida de forma acelerada se fosilizarán en nuestro paisaje cotidiano. Tuve que volver al dentista y me encontré el tráfico de los días antiguos, aquellos de antes del coronavirus, aquellos a los que intentamos volver como el que bracea hacia la orilla mientras la corriente sigue empujando mar adentro. Me costó aparcar, tuve que meter el coche en un subterráneo. Me lo tomé como una buena señal, porque esas incomodidades eran nuestra vida anterior. Algunas personas se tomaban algo en las terrazas de una calle peatonal. Unos pocos comercios tenían abiertas sus puertas. La gente paseaba. En un primer momento, me pareció que la ciudad comenzaba a parecerse a la de hace unos meses, cuando no imaginábamos que un virus nos iba a obligar a encerrarnos en nuestras casas, cuando no pensábamos que tendríamos que hablar con las personas queridas a dos metros de distancia sin poder llegar a tocarlas. No nos lo hubiésemos creído. Me pareció que la ciudad volvía a ser la que recordaba. Pero había algo inquietante en el ambiente, algo como una atmósfera que la hacía distinta. Lo más extravagante era ver a la gente con las mascarillas. Muchas personas las llevaban. Conté mentalmente, hice números y saqué mi estadística: seis de cada diez. Llevo mascarillas en el coche, en los bolsillos de los abrigos, en los de los vaqueros, en la mochila del ordenador. A veces me la pongo y a veces no. Si me la pongo estoy incómodo y siento algo que se parece a la vergüenza. Si no me la pongo me siento fuera de lugar y me da vergüenza también. Así que me la pongo cuando hay gente cerca o entro en sitios cerrados, en comercios sobre todo, y me la quito cuando camino alejado de las aglomeraciones. Así, con la cara descubierta, paseaba cuando me encontré con un conocido que llevaba una mascarilla con una válvula azul. Hablamos a tres metros de distancia. En un acto reflejo me puse la mía, como disculpándome.

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