De la enfermedad, de las desgracias propias también hay que saber reírse
Cuaderno de excepción, día 2 ·
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Cuaderno de excepción, día 2 ·
Comienzo a despertarme y me doy cuenta de que no puedo ir a ningún sitio. Es lunes pero es domingo otra vez. Ha saltado por los aires el calendario. Así que me lo tomo con calma. Como vivo en las afueras de la ciudad, no ... noto este estado de excepción porque desde el exterior me llega el rumor de casi todos los días. Me viene a la cabeza, con la mente aún a medio camino entre la realidad y el sueño, el discurso del presidente del Gobierno. Mira a cámara y nos dice que tenemos que recluirnos en nuestras casas y estar unidos para derrotar al coronavirus. Parece el guion de una mala película. Ni adrede se buscaría un nombre tan malo para un villano: coronavirus. A los de mi generación, los nacidos en los años setenta, estos días nos asaltan las imágenes de 'Érase una vez la vida'. Imagino al coronavirus como un caballito de mar flaco, con mirada maliciosa, pelo de pincho y nariz afilada. Si nos cuentan hace unos meses que el presidente del gobierno nos iba a pedir que nos quedásemos en casa para luchar contra un virus, nos hubiese dado la risa. Ahora ya no nos reímos tanto. Por eso obedecemos, porque queremos ser buenos ciudadanos y porque tenemos miedo. Bueno, un poco sí que nos reímos, pero es ese humor tan saludable que ayuda a hacer más llevaderas las cosas graves. De la enfermedad, de la muerte, de las desgracias propias también hay que saber reírse. No porque no nos las tomemos en serio, sino para hacer más luminosa una vida que ya estaba llena de peligros antes de que el coronavirus apareciera.
Con la ducha, la cosa mejora, pero me sigue invadiendo cierta sensación de que todo parece una ficción. Me encuentro bien, los míos están bien. Esto parece un descanso. Pero no lo es. En la cabecera digital del periódico hay un contador que se actualiza con el número de infectados y de muertos en España y en el mundo. El día que lo hagan con el cáncer, las enfermedades cardiovasculares o el hambre nos quedaremos tan paralizados que no acertaremos a vivir. Lo veo mientras mordisqueo la tostada. Hincho las ruedas de la bici y voy a comprar pan. Casi no hay coches y es placentero sentir el aire fresco en la cara. En la panadería hay gente que espera en la calle guardando una distancia prudencial. Si me acerco por descuido, las personas que tengo más próximas se alejan de mí exactamente los mismos centímetros que yo me he acercado a ellas y otras, a su vez, dan un discreto paso atrás para separarse de los que se alejan de mí. Es un efecto dominó, parecemos imanes que se repelen, es como si bailáramos.
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