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No importa cuándo ni dónde nos hallemos, ni siquiera la naturaleza de la empresa que hayamos abordado o el proyecto en que nos hayamos embarcado; siempre que éste llega a su conclusión, sentimos la imperiosa necesidad de evaluar, de hacer balance de lo que fue ... bien y de lo que no lo fue tanto, de preguntarnos si verdaderamente se ha conseguido el objetivo que perseguíamos. Entonces, nos asaltan numerosas dudas y surgen interrogantes inevitables para los que no siempre hay respuesta.
Es un proceso de reflexión natural, muy común, al que los profesionales de la enseñanza estamos muy habituados y que en el caso de iniciativas culturales como los festivales de música y danza –aquí nos ocupa el Festival Internacional de Santander –suele traducirse en un debate recurrente, más o menos encendido, en torno a tres cuestiones: la calidad de la programación, la respuesta del público o su necesaria renovación y la adecuación y validez de su modelo.
Hace unos días, publiqué en estas páginas mi valoración personal sobre los momentos más destacados de la última edición del FIS en algo que podría asemejarse a una reflexión sobre la primera de estas cuestiones; hoy, junto a estas líneas, el lector encontrará alguna observación sobre la segunda; en las que siguen, me gustaría exponer mi consideración sobre la tercera, interrelacionándolo con las otras dos y calibrando la idoneidad y vigencia del modelo actual a partir de algunos hechos sucedidos recientemente.
El pasado lunes 22 –el mismo día en que el pianista Lang Lang llenaba la Sala Argenta del Palacio de Festivales hasta la bandera–, Norman Lebrecht, uno de los comentaristas musicales y culturales más leídos del mundo, publicaba en su influyente página web Slipped Disc un breve artículo titulado '¿Por qué no vuelve el público?'. En él, Lebrecht se hacía eco de una noticia aparecida en el New York Times que constataba el descenso generalizado en la afluencia de aficionados a los auditorios más importantes durante esta temporada –aún más acusado si se tiene en cuenta el menor número de conciertos– y postulaba la necesidad de un cambio a escala global, aunque no precisaba qué tipo de cambio debía hacerse ni cómo implementarlo.
Poco después, el mencionado Lang Lang me comentaba en el transcurso de una entrevista las dificultades que el director de un festival tan reconocido por su calidad artística como el de Lucerna estaba teniendo para recuperar los niveles de asistencia anteriores a la pandemia. La situación es, pues, generalizada y, como digo, surgen dudas legítimas sobre lo que ha de hacerse para revertir la situación –si es que se puede– e incluso sobre la oportunidad de replantear el modelo, cada cual el suyo.
Nadie discute, creo, la identidad del Festival Internacional de Santander, que, como ocurre con citas tan consolidadas como la Quincena Musical Donostiarra, se asienta sobre una tradición fecunda y el prestigio de los artistas que a lo largo de tantos años han desfilado por sus escenarios –recordemos, en este punto, la presencia más o menos reciente de la Orquesta Sinfónica de Londres, Simon Rattle, John Eliot Gardiner, Grigory Sokolov, Yannick Nezet-Seguin o Anne Sophie Mutter–, pero del mismo modo, en unos momentos tan convulsos como estos, en que hasta las veteranas y popularísimas Proms londinenses viven en el alambre, creo que nadie en su sano juicio apostaría todo su patrimonio a la pervivencia indefinida de una iniciativa cultural.
Vistas así las cosas y en una situación de incertidumbre como la que vive el panorama musical santanderino en la actualidad, acuciado por la dudosa continuidad del Concurso Internacional de Piano, ¿debe el Festival Internacional cambiar ese modelo? ¿Debe plantearse un modelo distinto en la idea –se entiende– de recuperar ese público e incluso atraer uno nuevo?
Creo que no. Todo lo que nos ha tocado vivir desde marzo de 2020 no solo ha conllevado la profunda crisis económica en que nos hallamos inmersos y que puede explicar en parte el descenso de público; también ha producido una toma de conciencia generalizada –aunque quizás fugaz– de lo precario de nuestra existencia y de todos nuestros afanes, incluso los más elevados y nobles. Nos ha sumido, en definitiva, en una tribulación ante la cual me parece particularmente útil aquella vieja enseñanza que rezaba «en tiempo de desolación, nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en los propósitos y determinación». O, si el lector prefiere palabras menos altisonantes y algo más precisas, creo que toca esperar a que escampe y asumir que los efectos de la pandemia y la crisis económica tardarán en desaparecer. Entretanto, quizás proceda reducir el número de eventos y, a buen seguro, el precio de las entradas, pero fundamentalmente exigir que, pese a todo, el próximo Festival nos dé ese 'más' que siempre pedía Federico Sopeña.
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