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Venir a ejercer nuestro oficio ante vosotros es una fiesta», aseguraba el sábado Manolo García ante un lleno antológico de la Sala Argenta que, a buen seguro, de haber programado dos o tres sesiones más habría agotado el papel igualmente. Pese al montaje espectacular, el ... músico siguió fiel a su bandera de la humildad, y tras diez minutos de cortesía para que los más remolones llegaran a su localidad –el horario elegido, las 20.30 horas, por muy reglamentario que fuera no podía resultar más desatinado–, Manolo García bajó las escaleras de Palacio de Festivales como quien pasaba por allí. Así de sencillo. Con luz y taquígrafos. A un palmo de unos espectadores que ya aplaudían a rabiar antes de que ensayara la primera nota. Y con su aspecto de siempre: vaqueros, 'espais' y esa camisa blanca que apenas disimula la delgadez de quien se deja la vida en los escenarios. Como si no llevara cuatro décadas empadronado en las tablas de medio mundo.
Pero no se subió al escenario, sino que se quedó en el foso, cara a cara con una niña de la primera fila que, como en una película de Buñuel, llevaba un embudo en la mano. Y desde allí empuñó su guitarra y cantó 'Salgamos al frío de la noche', para meterse en el bolsillo al público en una noche que sería cualquier cosa menos fría, porque el artista haría suya esa máxima que prescribe que un buen cuento debe comenzar con un terremoto, y a partir de ahí ir in crescendo.
Arropado hasta por siete músicos, que pasaban con naturalidad de lo acústico a lo eléctrico, y con un violín omnipresente que en ocasiones sonó incluso chirriante, el artista iría desgranando un repertorio que rastrea sus dos últimas décadas, mientras va dejando su filosofía vital en pequeñas píldoras, como un rastro de migas. «Precioso tiempo tu vida ha de ser», decía en 'Por respirar', y luego se extendería más, ya de palabra: la dignidad del trabajo, la búsqueda de la felicidad… Cada gesto aflamencado, cada alarde vocal, encendía más a un público que no dejaba de cantar y de entrar en los juegos que proponía un artista en plenitud vocal, que constantemente ensayaba ese baile tan característico y contenido, siempre a punto de arrancarse con un doble salto mortal. En una experiencia de arte total, dos pantallas ofrecían un contrapunto a la música y la danza, un intenso collage que combinaba pinturas del artista con fotografías que oscilaban entre el zen y algunos iconos del siglo XX como los Rolling Stones. Y la luz, tan importante para un pintor como Manolo García, tenía intenciones artísticas: por momentos parecía sacada de un cuadro tenebrista holandés.
Pese a la advertencia expresa antes de empezar, la sala se llenó de móviles grabando cuando el artista decidió mezclarse con el público. «Gracias por el respeto, pero lo que habéis grabado por favor no lo subáis a las redes. Pa' vosotros», pediría luego con salero.
Tras dos horas intensas, una versión extendida de 'A San Fernando' a punto estuvo de derruir el palacio de Hormaechea. Una auténtica locura que se repetiría en los bises –hasta tres veces, con diez canciones–, con himnos como 'Prefiero el trapecio', 'Nunca el tiempo es perdido' o 'Pájaros de barro'. Y daba la sensación de que podría haber continuado toda la noche, hasta que en un truco de prestidigitador el artista sacó una esfera de Tesla que se arrancó por 'La Bamba', en un inesperado fin de fiesta.
«Id en paz», se despidió Manolo García después de veintinueve canciones y casi tres horas de concierto. «Id y multiplicaos. O dividíos. Lo que más os guste».
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