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En todas las profesiones artísticas, te puede ir muy bien o se pueden olvidar de ti. Por lo que sea. «Tu trabajo deja de interesar ... a la gente». Pero a Francisco Leiro, histórico exponente de la escultura más internacional, no le preocupa. Desde que empezó a dedicarse a esto, hace una vida, «es algo que siempre he asumido; al fin y al cabo estás haciendo un tipo de objetos que no son de primera necesidad». Salvo para sí mismo; «Yo necesito hacerlo». El artista (Cambados, 1957) participó recientemente en los Encuentros de la Torre de don Borja, mientras ultimaba su muestra del 40 aniversario de Siboney.
En su trayectoria, las personas, precisamente, han tenido mucha importancia. Desde que se marchó de su pueblo, Cambados, a Santiago de Compostela a la Escuela de Artes y después a Madrid «fueron importantes las personas que fui conociendo; artistas, colegas, escritores, gente del teatro... Esto del arte es un gremio y es muy importante con quién te relaciones en esas tardes en que te dan las cinco de la mañana en un bar y sigues hablando de pintura o de escultura», rememora.
Un gremio de egos e individualidades. «Cuando empiezas, existe esa idea de unirse». Recuerda como en Santiago formaba parte del grupo Foga, en cuyas reuniones se planteaba que cuando uno vendía una pieza tenía que repartir el beneficio con el resto. «Aquello acabó fatal, porque siempre había alguno que no hacía nada, ni trabajaba, ni vendía, y aquella comuna artística no dio resultado».
La siguiente escala fue Nueva York, que, dice, le salvó la vida. Cruzó el océano con una beca Fulbright en el año 88 y se quedó allí veinte años. En aquel momento, el tipo de trabajo que hacía, desarrollando lo figurativo, «dejó de tener interés en el mercado». Pero Nueva York «me fortaleció para seguir haciendo lo que consideraba que tenía que hacer; seguir investigando en la figuración». Y así sigue.
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La gran Manzana le enseñó dos cosas. La primera, que la época que nos tocó vivir, los últimos 50 años, es un periodo de posmodernidad: «Conviven muchas tendencias, la vanguardia se acabó a mediados de los 70, si no antes». La segunda, «que un artista puede vivir allí perfectamente haciendo lo que quiera, en libertad». Estaba de moda el neo-geo, había una vuelta al minimal... «Un escultor figurativo como que no pintaba nada, pero aguanté haciendo lo que consideraba que debía hacer».
En su generación, «España empezaba a despertar de una especie de letargo» y la información de la que se podía disponer «era muy justa». Es cierto que ya había artistas españoles en aquella época que viajaban a París, por ejemplo, «pero el resto del país estaba muy atrasado. Si te quedabas, no veías». Pero, en cuanto aparece internet, «se acaba el cuento; uno puede vivir en el Himalaya, pero estará conectado con el mundo». Las herramientas actuales las tiene; «Estoy vivo», ríe. «A veces, la ingenuidad o la ignorancia es atrevida», algo que le llamó la atención de Estados Unidos. «La gente se atreve, sin prejuicios; al no tener un pasado, eres más atrevido y también cometes más errores».
Han pasado también 40 años desde que Leiro expuso por primera vez en ARCO, una oportunidad que supuso una apertura de puertas fundamental. «Sigue siendo un acontecimiento», indica, comercial, pero también cultural «a nivel español». En los últimos años hay mucha presencia latinoamericana. Recuerda cómo en los años 80 «venían todas las instituciones de España a la feria». Las autonomías presentaban su propio stand o presentaban catálogos con artistas de su comunidad. No quiere hacer comparaciones «simpáticas», pero «tenía un aire a Fitur». Los artistas también esperaban que sus comunidades comprasen obra. «Algo paradójico que ahora ya no es así; ARCO es mucho más profesional y enfocado al mercado del arte, que es lo que tiene que ser».
Una escultura sirve también para tapar la timidez del escultor. «Es bastante tópico, también se dice de los actores -indica-; la timidez te lleva a un territorio introspectivo, te hace mirar más para adentro». El resultado de su obra es una mezcla de lo que sale de su interior y los impactos de lo que llega desde fuera «un viaje de ida y vuelta». Siendo, lo más importante del arte, la idea, como sostiene. «Es algo que está en el cerebro, que funciona continuamente. Es el latido», dice. Una forma de vivir, «pues llevo toda la vida haciendo esto; no empiezo nada, la idea está ahí, la olla está siempre al fuego». Un proceso infinito, a veces «enfermizo, casi degenerativo, pero es lo que hay. Soy incapaz de desconectar». Incluso de vacaciones. Lo primero que busca es un museo o una iglesia allá donde va. «El artista, por naturaleza es curioso. Busca continuamente. Miras hacia el suelo y se te ocurren las cosas», dice mientras recorre con la mirada la piedra de la torre que le rodea.
«La escultura está terminada cuando no queda nada más que un plano», argumenta. «Arranca de la nada; puedes construir, tallar, modelar, pero partes del suelo, de la tierra y construyes, sueldas, acumulas, para contar algo». Y ese proceso «puedes pararlo, pero nunca se termina». Otra cosa es el concepto decimonónico que ha quedado en la cultura popular de que se entienda por terminado lo pulido. «Pero pulido no significa terminado tampoco». Un cristal está pulido, porque si no no es translúcido, ejemplifica. «Pero, ¿eso significa que está terminado? Lo está cuando lo rompes».
Respecto a sus creaciones, lo primero que quiere es sentirse satisfecho. «Es una especie de onanismo; estás disfrutando con lo que estás haciendo», pero a partir del momento en que decides parar «quieres enseñárselo a la gente, a cualquiera que pasa», sea un galerista o un mensajero. «Y si tiene una mirada limpia, tendrá una visión siempre certera», considera. Después está la mirada del experto, del que ha visto mucho, «pero el arte tiene esa virtud de transmitir a todos».
«Cada uno mira como quiere», dice Leiro, que, de hecho, habla más de perfil que de frente.
No se atreve a hablar de los tiempos que requiere ese proceso. «Soy el primero que va a un museo y mira de reojo».
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