A César lo que es de César
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En 'La vida deprisa', Javier Varela pretende desmentir los mitos que circulan sobre el periodista y escritor César González RuanoDe César González Ruano, más conocido por las leyendas en torno a su vida que por su obra, podría decirse lo que Primo de Rivera afirmó de Valle-Inclán: que fue un eximio escritor y un extravagante ciudadano. Javier Varela le ha dedicado una biografía ... en la que pretende desmentir cualquier mito, desde los que circularon en su tiempo sobre una poco convencional vida sexual hasta los más recientes que le implican en los falsos visados que, en el París de la ocupación, se vendían a los judíos para llevarlos, no a la libertad, sino a manos de la Gestapo.
Prescinde Javier Varela del orden cronológico que parece ser consustancial con las biografías. Como si se tratara de una novela o de una película comercial, comienza en el punto de máximo interés: la detención y encarcelamiento del escritor en el París de 1942. Nunca quiso aclarar González Ruano, simpatizante nazi, los verdaderos motivos de un cautiverio que dio lugar a uno de sus más emotivos poemas, la Balada de Cherche Midi. Javier Varela aclara el misterio, hasta donde es posible, con la mejor documentación, sin recurrir a hipótesis noveleras.
En las páginas siguientes, se alternan los capítulos que siguen, a veces algo caprichosamente, la cronología con otros temáticos, como los dedicados a las casas del escritor (un capítulo aparte se dedica al «palacio» de Cuenca), a sus premios (pero el escándalo del primer Nadal se explica aparte), a su obsesión nobiliaria, a los cafés que frecuentó o a sus enfermedades.
Autor Javier Varela
Editorial Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2023
Páginas 560
Precio 22 euros
Esta peculiar organización (un capítulo se titula «Madrid, 1903-1933» y otro «Madrid, 1921-1929») no solo llega en ocasiones a confundir al lector, sino me parece que también al propio autor. En el capítulo «Crónica de sucesos, 1921-1931», leemos: «En 1936, como sabemos, Ruano hizo un alto en Barcelona. Se avistó con Manuel Bueno y, al salir de la casa del cronista, se topó en las Ramblas con Gálvez». A continuación nos cuenta lo que sucedió entre ellos basándose en un artículo de Ruano bastante profético, ya que fue publicado, según se indica en nota, en 1932.
No es el único sorprendente lapsus en un volumen tan ampliamente documentado. A propósito de la muerte de González Ruano, escribe: «Hasta la víspera, dijeron sus familiares, había hecho una vida casi normal. Por la tarde se levantó y dictó un artículo, precisamente el que habría de publicar ABC el mismo día 15». Pero ese artículo –conmovedor, el perfecto cierre de su obra-- no lo dictó ni el día de su muerte ni la víspera por la tarde (la redacción es confusa), ya que poco antes se publica una carta, fechada el día 12, en la que se lo envía al director del periódico y le ruega su pronta publicación.
La carta que José Antonio Primo de Rivera le dirigió al escritor en marzo de 1930, a propósito de la primera entrevista que le hizo, se apostilla con esta nota: «De ser auténtica esta carta, y parece que lo es, resulta sorprendente que CGR la conservara a través de traslados varios y asaltos a su domicilio durante la guerra, hasta publicarla en sus Memorias. Un signo de su devoción a José Antonio, de la que siempre alardeó». Pero no necesitaba conservar esa carta a través de los años, puesto que ya la había publicado en el mismo libro en que recoge esa entrevista con José Antonio, El momento político de España, aparecido en 1930.
La vida de César González Ruano, un hombre al que siempre le gustó vivir por encima de sus posibilidades, tiene mucho de novela picaresca y por eso las semblanzas a él dedicadas –constituyen casi un género literario-- rara vez nos aburren.
Pero no solo era un Crispín disfrazado de Leandro --para referirnos a los protagonistas de Los intereses creados, el pícaro y el gran señor--, sino que también fue algo que el llamativo y raramente ejemplar personaje tendió a ocultar: un escritor que juega en la primera división de la literatura española.
Como memorialista, como cronista de la vida literaria de su tiempo, no tiene parangón. Cierto que se dejó llevar a menudo, demasiado a menudo, por la facilidad y que puso su pluma al servicio del mejor postor, como tantos periodistas de entonces y de ahora. Tuvo un buen maestro de trapacerías, Enrique Gómez-Carrillo, el gran cronista del modernismo. Y dos aplicados discípulos: Cela y Umbral.
Quiso primero ser poeta: participó en la algarada ultraísta (mucho ruido y pocas nueces) y luego fue publicando sus versos en costosas ediciones limitadas como una manera de hacer dinero. Logró serlo en la prosa de cada día, en la calderillas que decía despilfarrar en los periódicos. En el artículo de corte autobiográfico, o en el lírico-costumbrista, acierta con tanta frecuencia que todo se le puede perdonar, incluso sus novelas.
Tras un sinfín de peripecias, que le llevaron a poner su pluma al servicio de la Alemania nazi o de la Italia mussoliniana y a dejar por un tiempo el periodismo para dedicarme a más lucrativas actividades (los trapicheos con joyas, antigüedades y obras de arte falsificadas), entre 1950 y 1965, se convirtió en el periodista mejor pagado del franquismo y en una figura popularizada por la incipiente televisión. Cortejaba, y se dejaba cortejar por todos los prohombres del momento; los aspirantes a escritor le veneraban como al maestro indiscutible, y él gustaba de convertirlos –el caso más significativo es el de Marino Gómez Santos-- en una mezcla de secretario y de chico de los recados (y las malas lenguas de entonces decían que en algo más junto a su compañera Mary de Navascués).
Como la más entretenida, y a ratos inverosímil, novela de no ficción se lee esta biografía, que también tiene mucho –y no es su menor interés-- de análisis sociológico de los años centrales del franquismo y de la peculiar fauna que pululó en ellos.
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