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La reciente reunión de los escritos de Max Aub, por parte de Renacimiento, ayuda a admirar y detestar a ese escritor inagotable y nombre mítico de la literatura del exilioDesde los años sesenta, Max Aub fue uno de los nombres míticos de la literatura del exilio. Era un escritor distinto –nacido en París, de padre alemán, el español su segunda lengua– que unía al compromiso republicano un gusto experimentalista y mistificador heredado de la vanguardia. Volvió dos veces a España, en 1969 y en 1972, poco antes de su muerte, pero volvió, con pasaporte mexicano, para dejar constancia de lo que veía, sin ningún deseo de quedarse. El resultado de su primer viaje fue una de sus mejores obras, el diario 'La gallina ciega', un exasperado retrato del franquismo sociológico y de las frustraciones de la oposición interior.
Esa entrega de su diario no se incluye en este bien ilustrado y monumental 'Diarios 1939-1972', al que Manuel Aznar Soler ha puesto un solvente prólogo y llenado de notas no siempre imprescindibles. Se incluyen, en cambio, 'Enero en Cuba', que Max Aub publicó ... en 1969 y el diario de su estancia en Israel que quiso publicar y solo apareció póstumamente, pero sin separar con una portadilla del resto.
Manuel Aznar Soler pretende hacer «una edición cargada de futuro» y resolver con sus notas «las dificultades de lectura que pueda tener hoy un estudiante universitario de veinte años», como si se tratara de una lectura escolar. ¿Y de verdad cree que un estudiante universitario no sabe quién es Juan Carlos de Borbón o quién fue Carrero Blanco? ¿O Eva Braun? ¿O en qué año murió el Che Guevara? A pesar de esos excesos, se disculpa «por haber economizado ciertas notas», ya que en otro caso su edición se hubiera convertido «en la historia de una anotación interminable». Pero resulta muy fácil saber qué notas sobran: todas aquellas que resuelven dudas que el lector, tenga o no veinte años, sea o no universitario, puede aclarar tecleando unas palabras en el teléfono móvil, que es ese ordenador que todo el mundo tiene a la mano. «Las notas a pie de página son de lectura voluntaria» se disculpa el aplicado estudioso, lo cual es cierto, pero también que distraen al ser una llamada de atención que tendemos a suponer pertinente. Echamos en falta, sin embargo, ciertas aclaraciones. Un ejemplo: en la página 727 se nos indica en nota que 'Hiroshima, mon amour' es una película de Alain Resnais, pero no se dice nada de la «carta de un comunista francés» que se reproduce a continuación; no sabemos si es una carta auténtica o un texto de ficción.
Estos diarios de Max Aub, a ratos diario verdadero y a menudo cuaderno de ejercicios y de anotaciones varias, lo retratan de cuerpo entero. Aquí está su curiosidad inagotable, su afán de discutirlo todo, de pensar por cuenta propia, su cosmopolitismo intelectual, su afán viajero. Está también su susceptibilidad y vanidad. Nunca deja de anotar que esta persona o aquella otra a la que le presentan «nunca ha oído hablar de él», «no sabe quién es», «no le ha leído». En 1971, tantos años después, tantas catástrofes después, relee un número de 'Hora de España', de 1937, y se entristece de nuevo al ver que en un artículo dedicado a 'Nuestro teatro' no se le menciona.
A Guillermo de Torre se alude repetidas veces, y siempre despectivamente, a lo largo del diario. En la anotación dedicada a su muerte averiguamos por qué: «Murió el 14 de julio Guillermo de Torre en Buenos Aires, como es natural. Se salió con la suya: no escribir 'el ensayo que me debía', como me dijo. Tampoco me han dado ningún premio, ni me lo darán. ¿Voy a llorar por eso?».
A las continuas quejas por su marginación, se añade una homofobia que va creciendo con los años. Llega a extremos obsesivos. El 17 de abril de 1970 cena en casa de Buñuel. Se habla de la Residencia de Estudiantes y lo único que Aub cree de importancia para anotar en su diario es lo siguiente: «Confirmo que Orueta, según Méndez (contra Buñuel) era maricón». Orueta, que fue director de Bellas Artes en el gobierno republicano, había muerto en 1939. ¡Y todavía le preocupaba a Aub saber cuál era su orientación sexual! El tal Méndez aclara cómo lo sabe: «Yo he vivió años en el cuarto de al lado. Se atraía a los jovencitos regalándoles latas de conserva».
Autor Max Aub
Editorial Renacimiento, 2023
Páginas 960
49,90 euros
Critica Aub en los diarios de Azaña su obsesión por los chismes y el continuo menosprecio de las personas. Parece que está hablando de los suyos propios. Cipriano Rivas Cherif es reiteradamente maltratados. A Francisco Giner de los Ríos le escucha contar en una cena, en la que se acusa a los diarios de Azaña «de faltar a la verdad», que en 1945 o 1946 el general Saravia se jugó la vida yendo a buscar a Madrid, con cuatro colaboradores militares, a Rivas Cherif y cómo este se negó a seguirles. Y no quiso hacerlo –aclara no sabemos si Giner o Aub— «por no dejar de la mano el estreno y la dirección de la obra de un invertido amigo suyo».
¿Alguien puede creerse que Saravia, que fue jefe del ejército de Levante, que en 1945 era ministro de Defensa del gobierno republicano en el exilio, iba a presentarse en Madrid acompañado de cuatro militares para sacar de España a un recién salido de presidio en libertad condicional? El minucioso anotador sí parece creérselo y lo único que anota al respeto es que «el invertido amigo suyo» podría ser Benavente, de quien Rivas Cherif representó dos obras en el otoño de 1946.
Pero no solo hay resentida vanidad, obsesiva homofobia y poco piadosas observaciones contra este y aquel en estos diarios, por supuesto, pero conviene señalar unos aspectos que la mitificación habitual –o la acrítica crítica universitaria– suele pasar por alto. Hay también espléndidos pasajes literarios. El cinematográfico flashback de su vida que encontramos en la anotación del 25 de mayo de 1951 o la «noticia de la muerte de mis perros», que encontramos en la del 12 de noviembre de 1958, por citar dos ejemplos (los hay por docenas).
Max Aub no pretende ser sublime sin interrupción. Escribe lo que ve y lo que le cuentan. De Arturo Barea: «dicen que su mujer le escribe los libros, en excelente inglés». A Dámaso Alonso, de quien más de una vez subraya su cobardía, le hace confesar: «Yo no he sido el escritor que debiera haber sido por Franco. Me refugié en la lingüística románica, por si acaso. Era lo que menos podía comprometerme». A Cela le dedica un aguafuerte preciso y cruel, como suelen ser todos sus retratos al minuto: «Dedica todas las horas posibles a su negocio que es la gloria, a la que ordeña a sus horas fijas, muy bien secundado por Rosario, su mujer. Sueña todas las noches con el premio Nobel».
Las tres entregas de su diario que Aub publicó o dejó listas para publicar están dedicadas a otros tantos viajes: Israel, Cuba, España. De diversos viajes europeos se ocupan otras de las más sugerentes páginas de este volumen, que entremezcla arbitrariedad con inteligencia, generosidad con mala intención, debates políticos –el comunismo, fue encarcelado acusado de serlo, es una de sus obsesiones—y apuntes líricos, menos afortunados cuando están en verso.
Un hermoso volumen –ejemplar la edición de Renacimiento– para leer a trechos y espaciadamente, para curiosear y rebuscar maldades ayudado por el índice onomástico (léase, por ejemplo, lo que dice de las razones de la muerte de Lorca), para admirar y detestar a ese escritor inagotable que fue Max Aub.
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