El rector detective
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'El primer caso de Unamuno' habría sido mejor si Luis García Jambrina no se hubiera acercado tanto a series televisivasLuis García Jambrina, después de convertir a Fernando de Rojas, el autor de 'La Celestina', en protagonista de una serie de enigmas policiales en la Salamanca del Renacimiento, inicia un nuevo ciclo con Miguel de Unamuno convertido en émulo de Sherlock Holmes.
Profesor de la Universidad de Salamanca, autor de numerosas publicaciones académicas, director de la revista 'Cuadernos' de la Cátedra Miguel de Unamuno, García Jambrina es un buen conocedor del escritor que convierte en protagonista de un relato de ficción y de la ciudad que sirve ... de escenario.
Aunque en la primera línea del capítulo inicial, nos encontramos con un implícito homenaje a La Regenta («La levítica ciudad dormía el sueño de los justos»), no hay ningún exceso de pedantesca erudición en el texto. A Unamuno le sentimos revivir en estas páginas que tienen el acierto de comenzar con una polémica real, la que en 1905 le enfrentó con Ramiro de Maeztu cuando los habitantes de un pueblo salmantino expresaron su deseo de emigrar colectivamente a Argentina. El descontento de los campesinos con la expropiación y venta de los bienes comunales, la crisis de la España rural, que viene de lejos está muy bien recogido en estas páginas. Y el crimen que resolverá Unamuno, inspirado en otro que tuvo lugar en un pueblo cercano, Matilla de los Caños, resulta adecuadamente intrigante.
Un acierto el personaje de la anarquista catalana, vagamente inspirada en la protagonista del libro de Unamuno que lleva su mismo nombre, Teresa, quizá el menos valorado de los suyos, rimas de amor, al modo becqueriano, publicadas en 1924 como un modo de contrarrestar el vanguardismo de la nueva literatura. Más interesante que los poemas resultan la introducción, las notas finales y el epílogo, donde Unamuno divaga a su manera sobre esto y lo otro y termina arremetiendo –el libro se concluyó en septiembre de 1923– contra la recién instaurada dictadura militar. El presunto autor de los poemas de Teresa, Rafael, es un exfuturo de Unamuno, alguien que habría podido ser él si la vida no le hubiera llevado por otro camino. La Teresa de los años veinte sería, en una no demasiado forzada hipótesis de García Jambrina, la transfiguración de la Teresa que Unamuno conoció en 1905 y por la que a punto estuvo de romper su militante monogamia. Es un personaje de ficción, como nos aclara la nota final, pero eso no impide que resulte atractivamente verdadero.
Autor Luis García Jambrina
Editorial Alfaguara, 2024
Páginas 288
Precio 18,90 euros
'El primer caso de Unamuno' habría sido mejor novela si García Jambrina hubiera resistido la tentación de acercarse demasiado en algunos pasajes a la literatura popular o a las series televisivas. Un poco forzada resulta la comparación con Sherlock Holmes, del que el propio Unamuno se declara secreto admirador. Al tratar de descubrir a los autores de un crimen para salvar a unos campesinos acusados injustamente, sin importarle los problemas que eso le acarrea, Unamuno se comporta más como don Quijote que como el detective inglés. La acción transcurre además en 1905, el año del centenario, el de la publicación de 'Vida de don Quijote y Sancho', y es un buen momento para iniciar las aventuras de Unamuno como caballero andante, algo que de alguna manera siempre fue.
Pero ese es un reparo menor comparado con la liberación de Unamuno y Teresa, secuestrados por un empresario que pretende asesinarlos fingiendo un crimen pasional: «De repente, se oyó cómo la puerta de metal que daba a la calle se abría con gran estrépito y dejaba libre el paso a varios agentes de policía, que en seguida tomaron posiciones en el interior de la nave sin que Daniel Llorente ni sus hombres tuvieron tiempo de reaccionar». Es esa una escena que seguramente habrá visto García Jambrina en muchos telefilmes de sobremesa, pero que resulta completamente inverosímil en la Salamanca de 1905, sobre todo si tenemos en cuenta las circunstancias en que se produjo el secuestro y la denuncia (las dos cosas, por cierto, en la misma mañana del día de la liberación: eso es eficacia policial).
La detención del asesino también nos hace sonreír y es como un descosido, incluso estilístico, en esta por lo demás bien urdida historia. Unamuno le persigue «a grandes zancadas», le disparan y «no le quedó más remedido que arrojarse al suelo mientras el otro emprendía la huida». Luego se pone en pie y corre con más energía: «Una vez que lo tuvo a su alcance, le lanzó el bastón a los pies para que tropezara y rodara por el fango. A continuación, se enzarzaron en un forcejeo cuerpo a cuerpo y, tras varios intercambios de golpes, Unamuno logró inmovilizarlo en el suelo. Con cuidado, se quitó el cinturón y le ató las manos por detrás de la espalda». Y mientras llega la Guardia Civil convence con buenas palabras al asesino para que le cuente todo (aunque luego quien termine de contarlo, rompiendo la lógica narrativa, sea un narrador en tercera persona): «Yo no soy agente ni juez; de modo que su declaración no servirá para inculparlo ni tendrá ningún valor jurídico si no hay pruebas materiales de ello. Tan solo quiero saber lo que pasó; creo que me lo merezco –argumentó don Miguel jadeando».
Lo que nos merecemos los lectores, después de un comienzo tan prometedor y de un protagonista tan fascinante, es que García Jambrina no termine su historia como una apresurada novela de quiosco, incluso en la simplona redacción. En las siguientes entregas de la serie debería tener claro a qué tipo de público se dirige y esforzarse por no defraudar a ese lector ilustrado de principio a fin.
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