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Su rostro y su voz, ambas herramientas de trabajo, llevan a identificar a Luis Bermejo en infinidad de perfiles. 'Campeones', 'Kiki, el amor se hace', o' Magical girl' son algunas de las películas en las que ha participado, pero también ha hecho televisión ( 'Hospital Central', ' ... Tierra de Lobos' o 'La familia mata') y mucho teatro. Con ese último rol recala en el Palacio de Festivales mañana viernes y el sábado para representar 'El traje', una obra de Juan Cavestany en la que comparte cartel desde 2008 con Javier Gutiérrez. Una comedia negra que aborda a partir de los hechos inesperados que suceden en un centro comercial, la voracidad de un sistema que convierte a las personas en depredadores materiales. Las entradas para ambas sesiones están agotadas.
- Le encontramos en su tierra de origen, Extremadura. ¿Le sirve para desconectar?
-Me sirve para eso y para estar en contacto con mis muertos, porque toda mi familia es de aquí y me posibilita entrar un poco en esta zona que es remedio para el alma y reposar un poco. Tomar aire y respirar. Es como un lugar crepuscular, como el sitio de mi recreo de Antonio Vega.
-Llega tras pasar por la parte opuesta del prisma, de presentar en el festival de San Sebastián 'Un amor', de Isabel Coixet.
-Claro, por eso descanso aquí. Lo otro ha sido una vorágine que desencuentra un poco. Son lugares llenos de propuestas y gente interesante, pero está bien tomar un poco de distancia. Siempre que puedo lo hago y me vengo a la sombra de un olivo.
-En esos lugares intrínsecos a su profesión, ¿es posible escucharse o hay demasiado ruido y velocidad?
-Bueno, estamos inmersos en el ruido porque vivimos en la dictadura de la visibilidad. Tú mismo te resignas a ese trabajo de estar visible. De pronto hay algún lugar para sentir un ritmo y una vibración diferente, pero todo tiene un frenesí que no cesa. Es así. Yo intento estar todo lo dúctil y transparente que puedo, apoyando un trabajo que, como este de Isabel, creo mucho en él.
-Este planteamiento de visibilidad brutal casa con la voracidad material que abordan en la obra. ¿Cree que tiene límite?
-Para mí esta obra es un juguete cómico muy bien tramado y trazado por Juan (Cavestany) para Javi y para mí, pero subyace en él un claro intento de denunciar y dar voz a los desheredados. Lo ha hecho a través de nuestra especificidad. También se pretende hablar de la deshumanización en la que vivimos. Secuestrados por la heroína cibernética permanente. Nos cuesta relacionarnos y hablar de lo que nos pasa, pero aquí se encuentran dos seres del extrarradio humano en las catacumbas y les sucede algo insólito que les acerca. Y siempre con el humor, que nos ayuda a esclarecer las verdades.
-El argumento de 'El traje' surge tras una catarsis social, la crisis de 2008 y llega hasta otra como la pandemia. ¿Ha evolucionado el discurso?
-Se ha revisado. La obra tenía un final y ahora tiene otro, pero lo que sí hemos descubierto es que está más pegada a la actualidad que antes incluso. Estamos siendo muy normalizados por los dispositivos de poder que tenemos entre manos. Son dos tipos que están en ese mundo neoliberal cibernético. Hace diez años quizá no estaba presente de forma tan expresa, pero Juan les da voz para darles la posibilidad de escapar de ese mundo.
-¿Contarlo a través del humor resulta menos dañino para hacer ver al público ese reflejo social del que forma parte?
-Para mí es un humor creativo disidente, que de pronto te dice: ojo, mira donde estamos. ¿Dónde está la libertad si todos somos producto de las adicciones que nos sugiere el poder? El personaje de Javi está muy presionado por lo social y el de Javi es un guardia de seguridad; es un servidor del poder. Son dispositivos. El teatro se llena y la respuesta no es indiferente.
-¿Qué respuesta perciben?
-El otro día nos esperaba un grupo de personas y hablamos de la deshumanización. Es un espectáculo que plantea una gran metáfora, la salida de ese no lugar, cómo salen... Todo ello con las palabras mágicas de Juan, que en algunos momentos es descacharrante y por ahí llega mucho más.
-¿Esa era la meta?
-Sí, claramente. Poder recuperar lo que sentíamos que teníamos hace diez años, pero revisándolo y con otra arquitectura corporal, porque ya somos otros. Las palabras salen de otro lugar, con otro peso, vibran de otra manera. Ese esfuerzo llega.
-Llevan diez años trabajando en esta obra pero también en otras. Hay matrimonios que duran menos que su unión.
-(Ríe) No cabe duda. Hemos trabajado el año pasado en Los Santos Inocentes y nos conocemos desde la época de Animalario. Hay una manera de abordar el trabajo, de palpitar en él y de vivir la vida con la que coincidimos y eso es muy importante. Ahora más que nunca hay que reivindicar las relaciones. Te generan un apego que van más allá de lo artístico y significa que estás en un lugar más vivo y vivificado.
-Hablando sobre 'Los Santos Inocentes' afirmaba que se está perdiendo el heroísmo. ¿Es pesimista sobre los iconos comunes?
-Me gusta mucho Paul B. Preciado, un filósofo que dice que ahora la revolución es más fácil, que seguir siendo normalizado por estos dispositivos. Hace falta esa revolución en cada uno de nosotros. Levantarse y no entrar a Instagram, Twitter o Facebook. Sentirnos menos adictos. Quizá necesitamos ser héroes nosotros mismos y encontrar algún líder. Roberto Bolaño, Jesús Lizano, José Luis Hidalgo... Para mí los poetas y los payasos son los verdaderos profetas.
-¿Usted practica su propia revolución?
-Lo intento. Para mí, el teatro en sí mismo es revolucionario. Una tribuna donde, de momento, estos dispositivos no lo tienen fácil. En el cine aún hay quien se dedica a mirar el móvil, pero en el teatro queda esa especie de respeto.
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