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A Los 10.000 del Soplao acuden muchos participantes a competir, aunque sólo sea contra ellos mismos. Otros vienen a darse una vuelta y disfrutar del ambiente. Y luego corren los que se toman esta prueba como un camino de redención, como una vía para ... recuperar la autoestima, como una terapia... En definitiva, para sentirse vivo. Ese ha sido mi caso en este 2024. Tengo 45 años. Mi primera experiencia aquí fue en 2022, la edición de la ola de calor. Logré acabar la Combinada (duatlón de montaña). Te ves fuerte. Te sientes bien, pese a los dolores del día siguiente. Bendita resaca. El año pasado, esta prueba me puso en mi sitio. Tuve que abandonar por hipotermia. Por no medir bien. Por no prever. En definitiva, por no coger el chubasquero en el tramo de bicicleta. Cura de humildad.
La idea en este 2024 era prepararse a conciencia y repetir a tope, con impermeable, claro. Pero sucede que, a veces, el cuerpo te dice para. En febrero sufrí una infección por una bacteria. Un fin de semana en el hospital. 25 días de baja laboral. Los médicos me han prohibido pedalear hasta octubre. Pero uno, que lleva el veneno de la aventura dentro, no se puede estar quieto. Seguro que hay muchos lectores que me entienden. Y yo no quería perderme otro Soplao. «¿Puedo caminar o correr?», le pregunté al médico. «Sin problema», me dijo.
Así que el viernes a la noche me presenté en la línea de salida de la Ultramaratón para completar el recorrido de los 75 kilómetros y volver a vivir este Infierno Cántabro que tanto nos gusta. No venía bien de forma. Me sobran un par de kilos. Quizás tres. En realidad, venía a caminar. A vivir la experiencia de recorrer estos preciosos caminos de montaña de noche. A sentir los gritos de ánimo de sus gentes. A hablar con los participantes durante largos minutos de subidas empinadas. Y a acompañar a dos amigos.
Pero la 'ultra' de este año ha sido posiblemente más descarnada que nunca. El número de personas fuera de control ha sido elevadísimo. También las retiradas. Las intensas lluvias de los últimos días han dejado muchos tramos difícilmente practicables. La ultra arrancó una hora más tarde de lo habitual, por un cambio horario. A medianoche, los atletas se pusieron en marcha, con una temperatura agradable pero con la amenaza de precipitaciones a partir de las diez de la mañana.
El Infierno Cántabro hizo honor a su nombre. Llovió a raudales desde las dos de la tarde. Podría explicarles aquí los bellos paisajes, las dificultades de muchos compañeros y de yo mismo para mantenernos en pie en algunos tramos de arcilla. Les hablaría también de los calambres que a uno le sobrevienen en la parte final de la carrera, cuando ya se ha abandonado y ha dejado de comer y beber por pura pereza o porque el estómago ya no admite más. De la bonita (y complicada) experiencia que es correr de noche. Del bello amanecer en Correpoco. De un vecino de Villarcayo (Burgos) que acudió a pie desde su pueblo para correr la ultra y después regresar del mismo modo. Pero no lo haré.
Porque no es necesario repasar 75 kilómetros de pura agonía. Basta con resumir lo que sucede del 3 al 10, cuando los atletas pasan por debajo del arco de Santa Lucía y se dirigen hacia Ruente. Ahí se concentra la esencia del Soplao. En esos siete kilómetros suceden muchas cosas. Y en esa madrugada, más de lo habitual. Para empezar, la subida a la sierra del Escudo estaba muy peligrosa. Resbalaba de forma horrorosa. Veo las primeras caídas. Hay que fijarse dónde mete uno bien el pie. Después llega el cortafuegos. La organización decidió desviar la subida a Los Tojos. Se hizo por carretera por seguridad. Pero el famoso cortafuegos se mantuvo sin cambios.
Y fue aquí donde hubo bastantes corredores que se quedaron fuera de carrera. La bajada castigó las piernas de manera brutal. Y hubo muchos que no llegaron al corte de las dos horas. Yo me quedé cerca de ser expulsado de la prueba: 1 hora y 53 minutos, cuando el año pasado, en la combinada, había realizado idéntico recorrido en 1 hora y 20 minutos. Eso demuestra el mal estado del terreno.
Los que más sufrieron fueron los que no llevaron palos para sujetarse, que siempre dan más seguridad y agarre. Entre ellos estaba el madrileño Íñigo. Corría su primera ultra. Iba en camiseta de tirantes y sin palos. No me imagino lo mal que lo tuvo que pasar.
Vencimos al cortafuegos y el resto del recorrido fue épico, aunque nada comparable a esos siete kilómetros de Soplao concentrado. Difícil de olvidar una carrera tan terapéutica. Volveremos.
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