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Cuando José Pérez Francés (Santander, 1936-Barcelona, 2021)reparaba bicicletas detrás de la iglesia de Santa Lucía no podía ni imaginar que años después iba a doblar a todo el pelotón del Tour. Cuando aquel chaval de Peñacastillo hizo la maleta para irse a ... Mallorca y buscarse la vida como ciclista no sabía que la iba a cambiar para siempre. Podía quizá soñar que el ciclismo iba a ser su vida y su epílogo. Quizá incluso que fuera a convertirse en catalán de adopción, aunque paseara por toda Europa el nombre de Peñacastillo. Pero ni por un momento todo lo que hizo.
Porque aquel chaval que reparaba bicis en la calle Gómez Oreña es el único cántabro que ha subido al podio en la general del Tour y uno de los pocos que ganó una etapa en Francia y se subió al podio de la Vuelta. Si se mira sólo la general y no las victorias por etapas, Pérez Frances fue el mejor cántabro en las grandes rondas. A la altura de Fermín Trueba y Alberto Fernández, por delante de Nozal y del desposeído Juanjo Cobo, que por unos años fue el único cántabro que había ganado una grande (oficialmente ya no). Una leyenda a la altura de los Linares. Un mito como Vicente Trueba. Un icono a la sombra de Óscar Freire, claro, pero un icono.
José Pérez Francés murió este jueves en Barcelona, la ciudad que había convertido en su casa, tras unos últimos malos años. Un accidente tuvo la culpa. Hasta entrados los ochenta había conservado su costumbre de salir en bici diariamente, hasta que un día un coche le alcanzó, le derribó y se golpeó la cabeza. Desde entonces andaba renquerante y tuvo que operarse. Este jueves, dejó de rodar para siempre. Tenía 84 años y deja tras de sí nada menos que un podio en el Tour, cuatro en la Vuelta y varias victorias parciales. Su nombre se recordará junto a los de Toño Linares, Julio Jiménez, Federico Bahamontes; aquellos ciclistas de los sesenta y sus afiladas pero pesadas bicicletas. Bicis de quince kilos, como la que recordaba que usaba en elTour; el mismo Tour que ahora exige un peso mínimo de 6,9, por lo que a veces hay que lastrarlas.
Nació el 27 de diciembre de 1936 en Peñacastillo, entonces pedanía de un Santander muy diferente al de ahora, aún con alcalde republicano en plenos bombardeos de la Guerra Civil –como explosivo era el carácter de su padre– y sin las cicatrices e implante del incendio. No conoció aquel Santander anterior a 1941 por edad y porque vivía aún en Peñacastillo, donde aún muy joven comenzó a trabajar en el negocio de su padre, Bicicletas Lucas, en el Empalme.
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Heredó de él un mal carácter proverbial y la buena planta –le llegaron a motejar Rodolfo Valentino–, pero no el taller, en el que fabricaban incluso los cuadros. Porque un día su madre decidió marcharse a vivir con sus dos hijos al centro, a Peñas Redondas. Lucas se quedó en Peñacastillo y su hijo Pepe, que tenía que ganarse la vida, fue a buscar trabajo de lo que sabía, armando bicis. Así fue como fue a pedir empleo Ciclos San Miguel, para más señas en la calle Gómez Oreña 11 y se convirtió en discípulo de un pionero del ciclismo cántabro: Antonio San Miguel, ganador de la Subida a la Atalaya en 1938 y viejo amigo de su padre.
Pronto vio San Miguel que aquel chaval tenía algo. Que no solo sabía vender y arreglar bicis, sino también montar en ella. Carrera que corría, carrera que ganaba, pero en Cantabria no había circuito, y solo con moverse en bici, también para las tareas del taller, y rodar entre Santander y Torrelavega no bastaba. Así que en 1955, cuando el aprendiz no había cumplido aún los 19 años y ya había ganado la Clásica de Ordizia, tiró de su amistad con Guillermo Timoner.
El balear atendió la llamada, apadrinó a la joven promesa para que fuera a Mallorca y comenzó su progresión, que después le llevaría a Barcelona para dedicarse profesionalmente a eso del ciclismo. Acababa de brindar su oportunidad a quien iba a ser una de las grandes figuras del pelotón español y mundial. En cierto modo, la archinémesis afectiva de Bahamontes –la deportiva fue Anquetil–, con quien se las vio en Francia con mal resultado para el cántabro... y para el Águila de Toledo, que sin embargo reconocía su valía. «Su grandeza es superior a su palmarés», decía el toledano hace pocos años recordando a uno de sus grandes rivales. Tiene mérito el halago, porque no eran ni mucho menos amigos.
Si Bahamontes era la cara amable, Pérez Francés, mucho más serio; poco aficionado a los compromisos sociales. Con carácter; mucho. Y muy suyo. Muy particular, como recordaba este jueves otro Antonio San Miguel. Toño, su viejo amigo de la infancia, hijo de su mentor y a quien este jueves le tocó anunciar a las amistades y allegados que le quedaban en Santander –su mujer, Margarita Constans, y su hermana también viven en Barcelona— la muerte de Pepe.
Su palmarés no es muy amplio, pero sí brillante, como el de muchos clásicos del ciclismo español en un país con cultura de grandes vueltas, pero no de clásicas, y en el que los escaladores han primado sobre los esprinters. Ganó una etapa del Tour, tres de la Vuelta e hizo cuatro podios en la ronda española y otro en la Grande Boucle. Otra etapa de la Duphiné Liberé (que así se llamaba entonces), otras tres de la Volta y un campeonato de España son otros de los triunfos que jalonan la trayectoria de un ganador con carácter. Además, fue ocho días líder en el Giro de 1967, en el que terminó quinto.
En 1960 debutó como profesional con el Ferrys, la segunda gran formación española tras el Kas, una vez abandonado el formato de competición por selecciones. Ese mismo año, aún a los 23, ganó el Campeonato de España para independientes y una etapa de la Volta y fue tercero en la Vuelta. La temporada siguiente confirmó su eclosión con un segundo puesto en la Vuelta que adornó con el Gran Premio de Navarra. En 1962 fue segundo en la Vuelta, segundo en el Campeonato de España en ruta y ganó una etapa de la Volta, con lo que comenzó a ganarse la fama del Poullidor español.
Se pudo desquitar al año siguiente, cuando se proclamó campeón de España en ruta y ganó una etapa de la Vuelta, otra de la Dauphiné y la Semana Catalana, además de un tercer puesto en el Tour por detrás de Jacques Anquetil y Fede Bahamontes, con quien fraguó su rivalidad. Y es que el Águila de Toledo consideró que no le había ayudado demasiado. O quizá al contrario. Tal y como había contado en más de una ocasión culpaba a Bahamontes de no haber ganado el Tour de 1963. «Lo perdí por Bahamontes». Se negaron el saludo desde ese año. «Lo podíamos haber ganado o él o yo. Pero bajando el Aubisque no me quiso dar relevos y nos cogieron Poulidor y Anquetil». Pérez Francés juró venganza. Y le advirtió: «En la etapa reina, donde crees que vas a ganar el Tour, te voy a pasar nota de lo que acabas de hacer». Lo hizo. Ese día, cuando Bahamontes iba en fuga camino de Chamonix y del Tour, Pérez Francés se puso al servicio de Anquetil. «Tranquilo, que ya hago el trabajo -se ofreció al francés-. Pillamos a Bahamontes... Y Anquetil ganó la etapa, el minuto de bonificación y el Tour», explicaba Pérez Francés al periodista Gómez Peña hace más de una década.
Siguió engrosando su palmarés en 1964 con dos etapas de la Volta, repitiendo triunfo en la Semana Catalana, la Vuelta a Levante con dos etapas, la clásica de Ordizia, la regularidad de la Vuelta y un tercer puesto en la general de la ronda española, y la temporada siguiente debía ser la suya, en la que se había fijado el Tour entre ceja y ceja. Ganó el Gran Premio de Primavera y de nuevo la Vuelta a Levante con otras dos etapas, pero cuando llegó a Francia no tenía aliados. Aún con el Ferrys, ganó incluso una etapa, pero terminó quinto a trece minutos de Felice Gimondi y renegando porque Bahamontes había rodado en su contra antes de retirarse.
Un 1966 modesto con una etapa en la Vuelta a Andalucía y el Gran Premio de Vizcaya precedió a su fichaje por el Kas, con el que nada más llegar fue ocho días maglia rosa del Giro (terminó quinto), ganó la Barcelona-Andorra, la Vuelta a Levante y el TrofeoJaumenderu. También vestido de naranja fue segundo en la Vuelta de 1968, en la que ganó una etapa a la que sumó otras dos en la Vuelta a Levante. Una medalla de plata en el Campeonato de España en ruta de 1969 fue su último resultado significativo, un broche a una trayectoria en la que siempre estuvo cerca de una mayor gloria, la que se le resistió por infortunio quizá por carácter, que no por tesón.
Una vez retirado, siguió viviendo y trabajando en Barcelona junto a su mujer y sus hijos. Nunca quiso dejar del todo la bici, y por eso montó una distribuidora de bicicletas con unos socios con los que también tuvo otra de accesorios de automóvil. Y siguió andando en bici. Siempre. También mientras tuvo el Bar Las Banderas. Porque se jubiló de su trabajo, pero nunca de los pedales hasta que aquel accidente de tráfico que marcó el principio del fin. Este jueves el ciclismo comenzó a despedir a Pepe Pérez Francés. Todavía tendrá tiempo para seguir haciéndolo.
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