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Victoriano Sánchez Arminio (Santander, 1942-2023) ya es historia del fútbol español. Algo nada sencillo de decir para un árbitro. Ya lo era, de hecho, pero a su muerte su figura adquiere perspectiva. El cántabro, que marcó una época con el silbato a caballo entre ... los setenta y los ochenta y después fue el eterno presidente de los trencillas entre 1993 y 2018, murió ayer en Santander, la ciudad que nunca dejó y en la que seguía fiel a sus rutinas, incluido el aperitivo y la partida en el barrio.
Un cáncer de pulmón del que estaba convaleciente hace más de un año, y que le había tenido ya apartado de sus rutinas durante un tiempo, terminó definitivamente con su vida. Una noticia más o menos esperada, pero no de modo tan inminente. Su salud había empeorado en los últimos días, pero fue el sábado, cuando, ya ingresado en el Hospital Valdecilla, se comenzó a desencadenar el desenlace.
Nacido en Santander el 26 de junio de 1942, la vida del modesto representante de Kraft fue cambiando a medida que iba quemando etapas en el fútbol silbato en boca, y en 1976, cuando llegó a Primera División abrió una carrera en la élite que le llevó en su retirada, ya en 1989, a dirigir la final de la Copa de la UEFA entre el Stuttgart y el Nápoles de Diego Armando Maradona.
Representante de España en el Mundial de México, el de los cuatro goles de Butragueño en Querétaro y el penalti fallado por Eloy con Quique Setién fuera de la convocatoria, su figura trasciende, y mucho, al césped. Su sombra fue muy alargada.
Con trece años en Primera División y 149 partidos dirigidos, se supo convertir incluso antes de su retirada en una especie de patriarca de los árbitros españoles, pese a una personalidad que le granjeó tanto adhesiones inquebrantables como enemistades.
«Para nosotros es un shock tremendo. No lo esperábamos.Era muy querido por todos. Era un hombre con mucho carácter pero que nos cuidó como un padre, nos guiaba, nos echaba la bronca. Una persona de entorno que nos ha ayudado mucho a llegar donde estamos», decía Medina Catalejo en la Cadena Ser.
A su retirada no regresó a la representación, sino que siguió íntimamente vinculado al fútbol a través de la Federación Española. Hombre de confianza de quien fue eterno presidente de la RFEF, Ángel María Villar, se convirtió en primer lugar en presidente del Comité de Designación y, después, del Comité Técnico de Árbitros. Allí tuvo mando en plaza.
Nada menos que 25 años ocupó el puesto, hasta que en 2018, unos meses después de que Luis Rubiales tomara el relevo de Villar, se retiró definitivamente para regresar, una vez más, a sus rutinas de Santander. Lejos del foco, como siempre quiso estar aunque no siempre lo consiguiera. Ajeno a los medios, a los que miraba con recelo, y alejado ya del ruido.
Volvió a la actualidad a su pesar cuando se vio salpicado, pese no ser investigado, por el Caso Negreira, que investiga los pagos del FC Barcelona a quien fue su vicepresidente. Y por el Caso Soule, por el que se llegó a solicitar su imputación, aunque no fue admitida a trámite. Su respuesta, callada. Fiel a su costumbre, prefirió seguir en segundo plano mientras los árbitros, comenzando por los cántabros, cerraban filas en torno a él más allá de las relaciones personales.
Con Arminio se marcha una de las figuras clave en la modernización del fútbol español y un auténtico clásico que fue en cierto modo maestro, o al menos padrino de las principales figuras del arbitraje. «Cambió el arbitraje. Cuando te tenía que decir algo, te lo decía a la cara. Nunca le podías engañar. Era como un padre. Cuando te tenía que echar la bronca te la echaba», decía Iturralde González al conocer la noticia.
La persona de Victoriano Sánchez Arminio es, aunque suene a tópico, la de una hombre hecho a sí mismo. De origen humilde y árbitro desde muy joven, cambió la Mobillette con la que repartía productos de alimentación a mercados y economatos por la representación de Kraft. Ya como árbitro de Segunda División, decidió que su forma de vida debía ser el fútbol y se hizo de facto profesional, pese a que los árbitros no lo eran aún en absoluto; tampoco formalmente. Y el ascenso a Primera le dio el espaldarazo definitivo; el que le sirvió para dejar incluso las tareas de representación.
Trece años en la máxima categoría le labraron un nombre adornado con su internacionalidad desde 1978. Ya estuvo como árbitro asistente (juez de línea, entonces) en el Mundial de España, y en el de México ya fue como principal, aunque solo dirigió un partido. Tres finales de Copa, la última de ellas el año de su retirada, y la de la UEFA de Maradona fueron otros hitos de un personaje huraño para los micrófonos y cercano en el cara a cara, que nunca quiso dejar Santander. Tampoco cuando en su larga etapa como presidente de los árbitros pasaba mucho tiempo, todo el que le requería el puesto, en su piso de Madrid, pero siempre con la vista puesta en su barrio; en Cisneros, y en su cuadrilla de amigos y cercanos, entre la que no faltaban árbitos modestos.
Le gustaba moverse en su círculo de confianza y la caída en desgracia, con ingreso en prisión incluido, de Ángel María Villar, precipitó un final de etapa que ya se barruntaba por su edad. Llegaban otros dirigentes, algunos de ellos tras crecer bajo su abrigo, protegidos con aquella coraza que construyó en torno a los colegiados, a los que incluso impuso la ley del silencio en los medios para evitar sorpresas o equivocaciones desagradables.
Ejercía en cierto modo como patriarca. Lo recuerda el presidente del Comité Técnico de Árbitros de Cantabria, Adolfo Vázquez, a quien hace unos años sacó de un embrollo en El Prat. Había ido a Barcelona a celebrar el centenario de la Federación Catalana en representación de la Cántabra. Y allí recibió como detalle una aparatosa figura que hizo saltar todas las alarmas del aeropuerto. Cuando Arminio, también embarcando en el vuelo a Santander, fue a deshacer el embrollo, los mossos ya le habían inmovilizado y aplicaban el protocolo más rigurosos a su equipaje.
Es una de las muchas anécdotas de un profesional a quien le tocó vivir una triste última época cuando el Caso Negreira enlodó al colectivo arbitral. José María Enríquez Negreira, el exárbitro y directivo que estuvo años cobrando del Barça, había sido uno de sus vicepresidentes y, aunque indirectamente, el asunto le salpicó.
No cambió de perfil ni de filosofía. Todo lo más, sus horarios de paseo por el barrio, como alegó por los motivos de salud que han terminado con su vida cuando no fue a declarar –se acogió a su derecho a no hacerlo– en unos últimos meses complicados. Incluso fue imputado en el Caso Soule por un supuesto desvío presupuestario a fines diferentes a los consignados. En mayo su abogado había solicitado el archivo de su causa.
Nunca habló en público del asunto –nunca lo hacía–, pero su entorno cercano del arbitraje decía que el escándalo le había dejado tocado. Y defendía hasta el extremo su honradez, convencido de que todo había sucedido a sus espaldas. Cerró filas.
Más allá del triste epílogo, en su último día queda la imagen del pionero y del tipo cercano del barrio; aquel que arbitraba partidos de juveniles sin cobrar cuando ya tenía la escarapela FIFA. El chico de Santander que se asomó a la élite y arbitró al Pelusa. El jefe de los árbitros.
El Caso Soule y, muy especialmente, el Caso Negreira, habían afectado al cántabro. Enríquez había sido uno de sus vicepresidentes, aunque según los propios colegiados de la época no uno de sus más cercanos –que sí longevos– colaboradores. Tanto que según su entorno profesional la noticia causó gran impacto y tristeza en el expresidente, cuya figura defendieron sus antiguos pupilos, incluso aquellos con los que en los últimos años la relación no había sido la más cercana. Los principales clubes también publicaron comunicados de pésame.
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