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Una vez escribí que el racinguismo es quedarse quieto mientras todo arde. Solo hay que sentarse en un bar, en un autobús o en las gradas de un partido de benjamines o cadetes para darse cuenta de que a más gente de la que piensas ... esas cenizas nos han dejado por dentro la misma mancha que nos resistimos a limpiar.
Salta a vista sobre todo en esas gradas donde convives durante los 60 o 90 minutos de un partido con desconocidos: hay algo que sucintamente huele a quemado cuando suena el pitido inicial y alguien pregunta a qué hora juega hoy el Racing. Ahí está la mancha de hollín, entre los padres que se agarran las rodillas cuando los hijos -los suyos o los de los otros- están a punto de meter un gol, de cagarla y provocar un gol o de romperse la tibia por el choque con un portero.
En esas gradas, la afición rival se agarra como tú las rodillas o la tripa, y cuenta igual que tú los puntos que durante los últimos meses el Racing ha ido sacando al resto de equipos de Primera RFEF. Y mientras los diminutos aspirantes a futbolistas recorren la banda de hierba artificial, recorren los dedos las carambolas matemáticas que tienen que pasar para lograr eso. El qué. La mecha. El chispazo. Y alguien en la grada dice la palabra ascenso, y el humo sube, como las llamas, que siempre son verticales buscando el oxígeno para seguir vivos. Vivos después de tanto. Entonces alguien dice Depor y revisión de puntos; alguien grita arbi, qué pitas; alguien dice 75 puntos, alguien dice alirón; alguien dice ya está hecho. Subimos. Y todos, rivales y desconocidos, nos sujetamos el mismo latigazo del despeque, porque cuando el Racing sube, algo de nosotros asciende con él, aunque dejemos una estela de ceniza en el cielo, la misma mancha de hollín que la lluvia o el viento sur tendrá que limpiar cada vez que haya partido en El Sardinero.
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