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Si algo tiene el Racing a domicilio es que es un auténtico repartidor de felicidad. Que les pregunten, si no, a los manchegos, que ayer ... empezaron el partido con el miedo metido en el cuerpo, después de que su ariete tuviera que sacar bajo palos un remate de fantasía de Arana -que ya fue mala suerte, porque hubiera sido el gol de año, con su remate en escorzo, de semichilena y marcha atrás: el más difícil todavía-, pero luego, a partir de la media hora, se irían rehaciendo hasta acabar casi borrando del campo a los ayer verdinegros.
Vamos, que el Racing repartió ayer más alegría que Amazon y los Reyes Magos juntos. Es lo que tiene esta temporada ciclotímica, a lo Jekyll y Mister Hyde: cuando toca dar la de arena, los rivales te adoran. El problema es que ganar amigos no cotiza en la tabla clasificatoria, claro.
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Vaya por delante que los encuentros contra los equipos en descenso son de lo más engañosos. Como se dice de los jabalíes, cuando son más peligrosos es cuando están heridos. Un rival en apuros va a dar un plus, porque se juega la vida, y si no igualas esa intensidad, más vale que lo compenses con buen juego. Matemáticas sencillas, vamos.
Lo malo, claro, es la película que nos habíamos montado los aficionados, convencidos de que la minicrisis de principios de año había sido un bache sin importancia, y estaba ya olvidada, después de dos victorias consecutivas. Nos habíamos olvidado ya de la montaña rusa, del un pasito 'p'alante', María, y un pasito 'p'atrás', convencidos de volvíamos a ser un matagigantes.
Pero el Racing, ya se sabe, es capaz de romperte el corazón un par de veces al mes, como poco. ¿Pero hubiera sido mucho pedir un partido aburrido, un cero a cero tedioso, un empate a nada? Si con la media inglesa -ganar en casa y puntuar fuera-, nos conformaríamos, tampoco hacen falta demasiados alardes.
Cierto que no poder contar ayer con Íñigo Vicente era dar mucha ventaja al rival, pero cualquiera diría que el Racing no cuenta con suficientes argumentos para afrontar cualquier partido, a pesar de las bajas, que en realidad solo eran dos. Y, sobre todo, para enderezar el rumbo de un partido, porque los verdiblancos empezaron mejor -lo mejor de esta temporada es ese nuevo saque de centro, un ataque en tromba que casi podríamos comparar con la haka maorí, pero si luego se queda en declaración de intenciones no sirve de mucho-, pero luego cedieron el control del encuentro al rival de manera inexplicable. O sea, que por muchos paños calientes que se le quieran poner, el míster del Albacete le ganó claramente la partida a José Alberto.
Respecto al míster racinguista, por supuesto que los entrenadores gozan de una 'libertad de banquillo' similar a la libertad de cátedra, pero cuesta mucho entender algunas de sus decisiones, como romper la dupla que mejor funcionaba en el centro del campo, con Íñigo y Aldasoro.
Y luego están las decisiones que debe tomar sobre la marcha; no está claro qué motiva su confianza ciega en algunos jugadores, como el recurso a un Sangalli que es todo entrega pero no una navaja suiza. Aunque ya lo imposible de defender es la idea peregrina de que Ekain preceda a Roko Baturina en su lista de preferencias. ¿Qué sentido tenía traer de vuelta al balcánico, si luego el técnico no confía en él? ¿De verdad lo va dejar lijando banquillo con el equipo palmando? Al final va a ser verdad que los entrenadores ven cosas que nadie ve. Pero nadie más que ellos, claro.
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