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Las restricciones sanitarias han convertido los Campos de Sport en un erial, con muchas más gradas vacías que aficionados, pero los pocos que se animan a acudir a los partidos en directo, a falta de animación y jolgorio, pueden disfrutar de algunas ventajas antes casi imposibles. Por ejemplo, escuchar todo lo que se habla sobre el césped.
Así, partidos como el de este miércoles nos permiten descubrir que el papel de algunos jugadores en el equipo va mucho más allá del esperado. Ese es el caso de Lucas Díaz, que durante todo el encuentro hace las veces de segundo entrenador sobre el campo, dirigiendo a sus compañeros, colocando al equipo, advirtiendo de las coberturas y hasta lanzando al resto de jugadores al ataque o reteniendo su avance.
El cambio de actitud de Aritz Solabarrieta, mucho más tranquilo en el área técnica que en jornadas anteriores, permitió que contra el filial rojillo cobrara protagonismo el portero, cuya voz sería la que más se escuchaba. Recolocando a Mantilla, que volvía al lateral tras muchas jornadas en el centro de la defensa. Vigilando la espalda de Óscar Gil, advirtiéndole de que no siguiera al ariete rival, ya marcado de sobra. O avisando a Matic de que podía controlar con calma, sin contrarios cerca.
Con un ojo en el juego y otro en el banquillo, el mimetismo con su entrenador llega a tal punto, que cuando Aritz saca un botellín de agua, el guardameta se encamina hacia las redes para hidratarse también.
En las faltas a favor, tampoco descansa: Lucas se acerca hasta el medio campo y llama a sus centrales. «Que queden dos de cierre», parece decirle a Óscar Gil, y el capitán asiente en la distancia.
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Para los goles a favor, Lucas tiene todo un ritual: camina hacia el centro de la portería, toca el larguero con el guante, se santigua y hace un gesto con los dedos hacia el cielo. En un partido tan tranquilo, es el mayor esfuerzo en muchos minutos.
Y eso que el encuentro empezó de manera muy distinta, con dos intervenciones por la vía de urgencia, en las que aprovechó para lucirse. En una de ellas, incluso con palomita, a mano cambiada.
Aunque la tranquilidad siempre es engañosa: en el setenta y dos, con el tres a cero a favor, la defensa se relaja y deja que el ariete rival remate a placer un centro paralelo, dentro del área. Lucas se agranda, como los porteros de balonmano, pero poco puede hacer. Sólo irse a su rincón y recolocarse las medias. Que no le gusta encajar ni cuando gana se nota en el cabreo de los siguientes minutos. Cuando le llega el balón, lo golpea tan fuerte que lo manda a los banquillos.
Pero no pasa nada, hay que seguir dirigiendo. Cuando los suyos se echan demasiado atrás, bate los brazos como si fueran alas, empujándoles hacia el centro del campo. Falsa alarma: el partido sigue controlado. Cuando ataca el Racing, Lucas se planta en mitad de su campo y sigue el juego, brazos en jarras. Su tranquilidad resulta pasmosa: ni cuando pierden el balón se inquieta. Si acaso, recula un par de pasos y vuelve a recolocar a la zaga.
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A diferencia del míster Lucas no necesita gritar demasiado para imponerse. Un par de indicaciones le basta para colocar la barrera o advertir a Gil de que corrija la línea de fuera de juego. Cuando Martín Solar pierde los nervios en una falta, es él quien le tranquiliza. Si se roba el balón, él lanza el contraataque: «¡Venga!». Si se defiende bien, aplaude. Y si toca jugar con el reloj, se vuelve hacia el recogepelotas, remolonea con el balón... Dejes de veteranía para un jugador todavía muy joven.
La despedida a punto estuvo de resultar agridulce: un rebote en la espalda de Isma dejó en posición de disparo a un rojillo, que trató de sorprenderle al verle adelantado. Ocasión para lucirse, a mano cambiada de nuevo. El pitido final le cogerá con el balón en las manos. Misión cumplida.
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