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Gregory Porter. La nueva estrella del jazz vocal estadounidense es la culpable en gran medida de que el histórico sello Blue Note haya llegado a su 80 cumpleaños con una envidiable salud. Y todo por una carambola involuntaria, de esas que luego forman parte indispensable ... de la Historia.
Posiblemente la realidad fuera más prosaica, pero la leyenda siempre resulta más romántica. Y la de Blue Note explica que en 2012 Don Was, el rey Midas de la producción, se reunió con el presidente de Capitol Records para celebrar un desayuno de los que merece la pena esconder un micrófono en el bizcocho. Aunque Capitol ya había sido absorbida por Universal, conservaba el valor de haber sido la casa de Frank Sinatra, los Beatles y Pink Floyd. Por su parte, Don Was, cerca ya de la jubilación, tenía no una agenda de artistas, sino 'la' agenda de cuarenta años en la cumbre como responsable de un número incalculable de éxitos. Desde los Rolling Stones a The Black Crowes, Elton John, Carly Simon, Brian Wilson, Neil Diamond, B.B. King, Iggy Pop o Ringo Starr.
Un capo es un capo incluso recién despertado, así que el ejecutivo le pidió consejo a Was sobre nuevos talentos en el jazz y el soul. La noche anterior éste había visto a Gregory Porter en un concierto y le mencionó como un tipo con potencial y talento. Antes de que terminaran el café, el jefe de Capitol ya le había propuesto al veterano productor que dirigiese su filial Blue Note. En un año, Porter grabó 'Liquid Spirity' y ganó un Grammy. Hoy el barítono del jazz sigue entre los artistas clave de la discográfica, una yonqui del ácido hialurónico a la vista de sus continuos renacimientos.
Was no se resistió a la oferta: Blue Note era el sello de su infancia en Detroit, al que ha aportado un fino sentido para facturar discos de calidad que a la vez resultan comercialmente muy viables. Lo cool. La piedra filosofal de cualquier productor.
Los últimos siete años han sido una auténtica cosecha de éxitos en una compañía tan inteligente como para crear un doble juego de supervivencia en una industria cada vez más arisca: convertirse en referencia del nu-jazz, mucho más amable para los milennials que el hard bop o el free jazz (así lo atestiguan Norah Jones, José James, Trombone Shorty, Ambrose Akinmusire, Kandace Springs o Charles Lloyd), y reeditar a la vez el catálogo tradicional de la casa con la mirada puesta en los melómanos más sibaritas (y veteranos). Ahí están los lanzamientos de John Coltrane, Thelonious Monk, Charlie Parker, Billie Holiday o Miles Davis y Chet Baker, ambos objeto de constantes y muy honestas revisitaciones.
Bastantes críticos dirán que Blue Note ha muerto y resucitado varias veces desde que Alfred Lion y Francis Wolf la fundaran en 1939. En realidad, ha seguido simplemente el oleaje del jazz más cualificado: a veces tempestuoso y otras, lánguido; en ocasiones cristalino y con frecuencia turbador e ininteligible. Pero lo ha hecho con la visión necesaria para no quedarse nunca sin viento en las velas ni estrellarse contra las rocas. La clave está en saber manejar el timón.
Por eso, Was, al mismo tiempo que Gregory Porter, se ha encargado estos años de reclutar a artistas del perfil de Wayne Shorter, otro valor canónico que ya grabó para Blue Note entre 1964 y 1970, en un periodo glorioso donde le acompañaban Chick Corea, Ron Carter, Herbie Hanckock y Freddie Hubbard.
Y antes que el productor de Detroit, Bruce Lundvall -capo que le precedió en el sillón de presidente- ya tuvo el acierto de ver venir los nuevos tiempos y reavivar la escudería con Cassandra Wilson, Dee Dee Bridgewater, Norah Jones, Amos Lee, Wynton Marsalis y el mismísimo Willie Nelson, a quien, lejos ya de las ventas como el countryman de América, consolidó en el papel de músico de culto más que en el de vieja gloria.
Como sucediera con Chess Music y Atlantic, dos sellos igualmente peculiares por su forma de concebir la producción fonográfica, Blue Note es el resultado de una fusión del talento cultural europeo con la escena y la industria musical estadounidense. Una gema. Pasó lo mismo con el cine mudo. Lion, de origen judío, nació en Berlín y acabó en Nueva York tras huir de los nazis. El fotógrafo Francis Wolf se unió a él, que a su vez ya había implicado en la aventura al músico y escritor Max Margulis, un comunista que cuadraba las cuentas como un banquero.
Los tres tenían un denominador común: su gusto por la originalidad y la calidad. No deja de tener su paradoja que el embrión de Blue Note lo completaran otros dos individuos iconoclastas. El optometrista Rudy Van Gelder, fallecido en 2016, y el rutilante Reid Miles, un diseñador al que no gustaba el jazz, pero que dotó a las portadas de un arte absolutamente reconocible en los grafismos y las imágenes, la mayoría de ellas retratos de los músicos hechos por Wolf durante las sesiones de grabación. La singularidad de las carátulas abrió la puerta a colaboraciones de relumbrón como las de Andy Warhol.
A Van Gelder, mientras tanto, le corresponde el mérito del peculiar sonido de los discos de Blue Note. Coreógrafo de la acústica, colocaba los instrumentos según su criterio y luego direccionaba los micrófonos con el ánimo de captar un campo tonal y unos registros inigualables. Si ese matiz era importante en toda grabación, cobraba mayor valor en las largas improvisaciones posteriores al swing, al recoger con nitidez sus fraseos rápidos, el concepto armónico de los temas y hasta el esfuerzo físico con los instrumentos de viento.
Blue Note confiaba en sus artistas. Les daba margen creativo. Los discos se grababan a mediodía o de madrugada cuando los clubes donde tocaban habían cerrado, y buena parte de su calidad procedía del hecho de que los ensayos se pagaban. Los músicos no tenían prisa y llegaban al estudio con el repertorio mascado. Otra cosa es que cobrasen en metálico o con whisky y tabaco. Que ni tan mal.
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