En la vida, siempre vista como un buen verano, están los que se van, los que nunca se tenían que haber ido y los que consiguen irse dejando la sensación y la tranquilidad de seguir estando. En casos muy concretos, la música supone un trampolín ... al tercer grupo, el de aquellos elegidos cuya obra cobra tal dimensión que es capaz de perdurar con independencia de su creador. La música es una sensación que atesora, en lo más inexplicable e intangible de su grandeza, una perdurabilidad innata.
La reflexión se entiende mejor con el último disco, póstumo, de Leonard Cohen. Misma voz, misma cadencia, mismo fraseo… la vuelta del genio no puede ser más irreal que victoriosa. Cohen vuelve para seguir, quizás porque nunca terminó de irse. Así se explica la dimensión de su legado. Nadie se despidió, pero todos, incluso él mismo, entendió la proximidad de un final que no es tal y al que fue capaz de anticiparse.
Crecer es aprender a despedirse, pero no hay forma más elegante de decir adiós que seguir estando. Cohen, tres años después de difuminarse de entre los vivos, enseña, con la colaboración de su hijo Adam, la carta ganadora, el as bajo la manga, el truco final que le da la partida y le confirma como ese gran líder que galopa colina abajo para desequilibrar la batalla a su favor, como el francotirador que espera que se vacíen cargadores para asestar el tiro definitivo. El genio canadiense aparece para confirmar la victoria de todos los que creyeron.
Que el álbum emocione por las circunstancias, añoranza y nostalgia mediante, no le resta un ápice de calidad a una colección de canciones que, si bien no están entre las mejores de su autor, muchos darían un brazo por firmar. Cohen sigue guardando el valor de los silencios, mucho más intensos que cualquier palabra si se colocan en el lugar adecuado, y el peso de la voz potente en un casi susurro que guía a través de la historia. Esa voz de la que siempre te fiarías para salir de la incertidumbre.
Hay guitarras, hay laudes y, cómo no, hay guiño a Lorca, su gran influencia
Se intuye un concepto final en las letras del disco, pero nunca con sufrimiento implícito. «Gracias por el baile/ fue un infierno, estaba bien/ fue divertido/ gracias por todos los bailes», entona, socarrón, en la cuarta pista de un álbum que abre con 'Happens to the heart', esta sí, obra para el recuerdo general. La producción envuelve el disco en seda y trasmite el respeto y el vértigo que supone manejar textos de altura incluso para artistas consagrados como Beck, Bryce Dessner de The National, Richard Reed Parry de Arcade Fire o el coro Shaar Hashomayim, delegaciones de la franquicia Cohen entre los vivos.
Hay guitarras, hay laúdes y, como no, hay guiño a Lorca, su gran influencia. Con 'The night of Santiago', inspirado en el poema 'La casada infiel', Cohen encarrila la jugada con la factura de una pluma mágica, la simplificación de lo complejo. «Sus muslos se me escaparon/ como bancos de peces asustados/ aunque he olvidado la mitad de mi vida/ todavía recuerdo esto», recita el mediapunta en la antesala de unas palmas flamencas.
Maestro en ceremonias y despedidas, Cohen se acuerda en su último suspiro de su gran musa, Marianne Ilhen, esa que supo entender que no se podía poner puertas al mar. Tampoco casa al poeta. Renunció a ser acompañante para ser guardián de por vida. «Amaba tu cara, amaba tu cabello/ tus camisetas y tu ropa de noche./ En cuanto al mundo, al trabajo y la guerra, / los abandoné a todos para amarte más», susurra con peso en la que puede ser la canción más directa de cuantas conforman el álbum.
Sin fallar una sola bala, como acostumbraba, Leonard Cohen resurge de sus cenizas con un último gran truco. Nueve pistas y un largo para dejar claro dónde está. Ese espacio entre los que se van, los que no se tenían que haber ido y los que nunca terminarán de irse. La despedida no era tal.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.