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Torrelavega se despertó ayer con la inmensa sensación de tristeza que produce la derrota, pero asumiendo que ya no le quedan energías para seguir luchando. ... Se aceptó lo irremediable, como se admite la inevitable muerte de un enfermo terminal –hasta con cierto alivio– porque supone el final de un largo sufrimiento. Como en la novela de Agatha Christie, 'Diez negritos', a Sniace le han matado todos aquellos que se sentaron a la mesa de su gran banquete. Sirvió de puerta giratoria para que Franco compensara a los militares que hicieron 'su' guerra y para conformar a los ministros que se quitaba del medio, como aquel presidente que en los años 50 exigía que siempre hubiera en la nevera de Sniace un solomillo por si se dejaba caer por aquí y le apetecía almorzar en el regio comedor de la fábrica; o aquel otro que ordenó comprar un samovar de plata para que estuviera bien caliente el agua para su diaria manzanilla. A Sniace le mataron algunos banqueros, como Mario Conde y su mano derecha, Arturo Romaní, que cuando junto a Juan Abelló llegaron a Banesto, decidieron cerrar el grifo del crédito a la papelera –desentendiéndose de una empresa que les había ayudado a ganar millones– y enviando a Torrelavega a su consejero, Enrique Quiralte –a la sazón, cuñado de Abelló– a taponar la espita por donde salía el oxígeno económico, tomando como rehenes a los obreros para que sus terrenos les permitieran hacer un pelotazo urbanístico. A Sniace le mataron también algunos de sus eximios empleados, aquellos mismos que en los años 60 y 70, se jactaban de tomar a las doce de la mañana el vermú en la cafetería Saja, dos horas antes de que sonara la sirena de salida del primer turno. A Sniace le han matado también algunos sindicalistas que pronto se dieron cuenta de que al lado de quien mandaba hacía menos frío y que se acurrucaron, sacando pecho, al calor de las prebendas, mientras los de abajo –siempre los de abajo–, los más débiles, se aterían de frío tras la verja de aquel encierro que les costó a muchos, incluso, la salud. A Sniace le mataron los empresarios que podían venderle más caro sus productos porque la cartera de pedidos era muy facilona, y que cuando vieron que la cosa se complicaba, les apretaron las clavijas. A Sniace le mataron los ejecutivos y los abogados, avezados en ingeniería financiera, que se hicieron ricos atemorizando a los poderes públicos vendiéndoles el pánico del cierre. A Sniace le ha matado, en definitiva, un pecado capital tan español como es la mentira y cierto es que no hay mentira más perjudicial que la verdad disfrazada.
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Ana del Castillo
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