![Asombro, incredulidad y una honda conmoción](https://s1.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/2024/03/09/Imagen%20manifestacion%2011m-1-kDIG-U2101773157430jUE-1200x840@Diario%20Montanes.jpg)
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Sostiene la neurociencia que las vivencias envueltas en una carga emocional notable suelen acabar recordándose de manera diferente a como fueron, y que el recuerdo que se tiene de un acontecimiento se modifica cada vez que se rescata un instante, que nunca es el mismo. ... Teniendo en cuenta este obstáculo y otros, como que han pasado veinte años o que a determinadas edades la memoria flaquea, los principales responsables políticos y policiales de la región en marzo de 2004 conservan un relato bastante entero de cómo vivieron los atentados perpetrados por Al Qaeda en Madrid que dejaron como resultado 192 muertos y más de dos mil heridos.
Miguel Ángel Revilla era entonces el presidente de Cantabria. Asumió el cargo tras las elecciones celebradas en mayo de 2003 al pactar con el PSOE un gobierno de coalición. Llevaba diez meses en el puesto cuando la radio del coche en el que conducía de casa al despacho le dijo lo que ni él ni nadie hubiera querido oír nunca. «Llego a la sede del Gobierno, llamo a Lola (Dolores Gorostiaga, la vicepresidenta socialista del Ejecutivo), y me reúno con ella de urgencia», rememora el regionalista, que calcula que serían las ocho de la mañana y admite que ambos estaban sobrecogidos con las noticias que les llegaban. «En esa reunión acordamos convocar un consejo de Gobierno y esperar acontecimientos, siempre en la idea de que la matanza había sido obra de la banda terrorista ETA porque eso es lo que dijo el que era ministro de Interior, Ángel Acebes». También recuerda que hacia el mediodía «convocamos una rueda de prensa» y que a continuación «ofrecimos una declaración institucional condenando el atentado», del que poco a poco se fueron conociendo los detalles.
«Ya por la tarde empezamos a recibir noticias contradictorias respecto a la autoría del ataque», afirma el regionalista, que se acuerda muy bien de la comparecencia del expresidente José María Aznar «diciéndonos que había sido obra de ETA» y también de la del portavoz de la oposición, el socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, «diciendo que no, que no había sido ETA, y exigiendo al Gobierno que no mintiera a los españoles».
También se acuerda, como si fuera ayer, de la breve conversación telefónica que tuvo con José Luis Rodríguez Zapatero la víspera de las elecciones generales, «una llamada que le hice mientras paseaba con mi esposa por el faro de Suances» y en la que el líder y candidato socialista (vencedor de esos comicios y nuevo presidente) le aseguró que las iba a ganar. «No solo eso, es que clavó el resultado», dice Revilla, que no olvida las imágenes, «algunas de ellas verdaderamente terribles», que dejó grabadas para siempre «un atentado terrorista de una brutalidad desconocida» y que él ha sido incapaz de procesar ni transcurridos veinte años. «Es que el impacto emocional fue tremendo. Pero tremendo, ¿eh?», repite el expresidente de Cantabria, que lloró por las víctimas más de una y más de dos veces. «Lloré, sí. Lloré mucho en aquellos días. Lloré de rabia, lloré de impotencia y lloré de pena por la cantidad de gente humilde y sencilla que murió de forma tan cruel. Gente cuyo único mal había sido madrugar para acudir a su trabajo esa mañana». Para él, los atentados del 11M fueron «el culmen de todas las cosas terribles que yo haya podido vivir jamás».
A diferencia de Miguel Ángel Revilla, que tuvo conocimiento de los atentados cuando conducía a Santander desde Astillero, Pedro Nalda fue informado del ataque en la Delegación del Gobierno en Cantabria. Estaba allí porque entonces, hace dos décadas, el delegado del Gobierno, que era el cargo que él desempeñaba, residía allí. «El dispositivo de seguridad salía mucho más barato viviendo ahí que en mi casa», explica el expolítico del Partido Popular, que «a una hora temprana de la mañana» recibió una llamada no recuerda con precisión «si era del Ministerio del Interior o era de la Guardia Civil».
«Inmediatamente después de colgar, llamo al coronel jefe de la Guardia Civil y al jefe superior de Policía» –Juan Bautista Llinares y Alfredo Pérez Manzanas, que ya para ese entonces estaban enterados– y nos limitamos a seguir las instrucciones dadas por el Ministerio del Interior». Órdenes que fueron claras y precisas. «Reforzar la presencia policial en las calles y, sobre todo, en las estaciones de trenes y autobuses, para cerciorarnos de que lo que había ocurrido en Madrid no se fuera a repetir en ninguna otra provincia». Tampoco en Cantabria.
Asegura Nalda que no olvidará jamás «el estado en que quedaron los trenes», que «daban una idea bastante clara de la dimensión de lo ocurrido esa mañana» de infausto recuerdo para todo el país. «No podía dejar de pensar en las víctimas y en sus familias», afirma el exdelegado, al que el atentado afectó no solo emocionalmente. También interfirió, y mucho, en su carrera política.
Apenas 72 horas después, el día 14, se celebraban unas elecciones generales. «Las encuestas daban claro ganador al PP», su partido, «y mi percepción era que yo iba a continuar otros cuatro años más como delegado del Gobierno en Cantabria». Sin embargo, aquellos atentados –o cómo los gestionó el Ejecutivo de Aznar, más bien– acabaron sacando a los populares de la Moncloa y a Pedro Nalda de la Delegación del Gobierno, que pasó a manos socialistas de un día para el siguiente quedando él en difícil situación. A sus 45 años de edad y con tres chavales «que aún estaban en la edad de gastar», Nalda, que no era funcionario de carrera, tuvo que recomponer su vida y la de su familia directa «deprisa y corriendo» orientando su actividad profesional hacia la empresa privada.
Para cuando Nalda le hizo esa llamada que el exdelegado recuerda haberle hecho, el excoronel jefe de la XIIIZona de la Guardia Civil de Cantabria, Juan Bautista Llinares, ya tenía información del atentado. «A mí me lo comunicaron desde el COS», que es el Centro Operativo de Servicios. «Me dijeron que habían oído que había habido un atentado de calado en Madrid así que encendí la radio y la televisión», cuenta Llinares, que en esas estaba cuando telefonearon de la Dirección General. «Nos dieron la orden de adoptar las medidas que contempla el protocolo de actuación previsto ante atentados terroristas de envergadura, como era el caso, y que permaneciéramos atentos a cualquier novedad que pudiera producirse». Esas medidas consistieron, básicamente, en «el despliegue de todo el personal disponible» y en «la realización de controles en las estaciones y las vías de ferrocarril, en las carreteras y en todos aquellos lugares de una gran afluencia de personas que pudieran ser susceptibles de un ataque a gran escala por parte de cualquier organización terrorista», explica el mando de la Benemérita, que aquella mañana sacó a la calle hasta a guardias civiles de vacaciones o en su día de descanso. «Apenas quedó personal acuartelado», asegura Llinares, que conoce bien el sufrimiento que ocasiona el terrorismo. «Tengo grabado el asesinato de seis compañeros del acuartelamiento de Guernica en la localidad de Ispaster, allá por 1980. Siempre los he llevado en mi corazón. Pero es que esto... Esto fue tan terrible... Es que no fueron seis ni fueron veinte. Fueron doscientos, y muchos jóvenes», lamenta el coronel, que cuando los atentados tenía 57 años y dos hijos en los que no dejaba de pensar.
También dos hijos, chicas en su caso, tenía su mano derecha y en ese entonces jefe de operaciones con rango de teniente coronel, Juan Airas, que no recuerda dónde estaba ni lo que hacía cuando oyó las primeras noticias acerca de la matanza. Lo que sí recuerda es que, a él, por el modus operandi, aquel atentado le pareció «propio de un grupo yihadista desde el primer momento».
Miguel Ángel Revilla
Expresidente de Cantabria
Pedro Nalda
Exdelegado del Gobierno
Juan B. LLinares
Excoronel jefe de la Guardia Civil
Juan Airas
Excomandante de la Guardia Civil
Fernando Chemelal
Exinspector de la Policía Nacional
Luego de atender y ejecutar las instrucciones venidas de la Dirección General, y de cerciorarse de que Cantabria estaba debidamente arropada bajo el manto que la Guardia Civil podía proporcionarle, Airas, que lo mismo que Llinares arrastra con sus recuerdos el asesinato de algunos de sus compañeros emboscados por ETA, se retiró a descansar, a meditar y a sufrir, «porque sufres, claro que sufres, sufres como cualquier otra persona que haya visto una masacre como esa».
Las alarmas también se encendieron en todas las comisarías de la Policía Nacional del país, en estado de alerta máxima desde apenas unos minutos después de producirse los atentados.
Jefe de operaciones y hombre de confianza del que entonces era jefe superior de Policía de Cantabria, Alfredo Pérez Manzanas, ya fallecido, Fernando Chemelal, de cuya guerrera colgaba, entre otras, la Cruz con Distintivo Rojo por su intervención en el atentado perpetrado por ETA en la calle Vargas de Santander, estaba prestando servicio con un compañero. «En un momento dado se giró hacia mí y me dijo: '¡Fernando, mira, mira, mira...!». Él miró hacia un monitor de televisión y vio la imagen fija de un tren, humeante y abierto como una lata de espárragos. «Me costó trabajo digerir esa noticia», reconoce el inspector. «No acababa de encajar que en España se pudiera cometer una atrocidad como esa».
Al cargo de las operaciones policiales en Santander y en Torrelavega, Chemelal, que seguía sin dar crédito a lo ocurrido, siguió el protocolo establecido para casos de esta magnitud y activó «el refuerzo», que consistía en doblar el personal y permanecer especialmente atentos a cualquier situación o persona que pudiera considerarse extraña en un momento tan delicado y, sobre todo, tan confuso, porque «en realidad no teníamos ni puñetera idea de lo que había pasado».
El día 3 de diciembre de 2002, quince meses antes de la matanza de Madrid, ETA hizo estallar un coche bomba cargado con 40 kilos de explosivos en el parking subterráneo de la plaza Alfonso XIII de Santander. Aquel vehículo, un Renault-19, había sido sustraído solamente unas horas antes (la madrugada del 1 al 2 de diciembre de 2002) en la Travesía de La Vidriera de Avilés (Asturias), la misma calle, casualmente, en la que Emilio Suárez Trashorras, uno de los mineros que proporcionaron la dinamita a los terroristas que en 2004 perpetraron la masacre de los trenes de Madrid, tenía un taller mecánico. Al coche le habían sido colocadas unas placas de matrícula falsas de correspondientes a un coche del mismo modelo propiedad de un vecino de Santander que se desplazaba con cierta asiduidad a Bilbao.
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