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A día de hoy podemos afirmar que el procés para la independencia de Cataluña se ha consumado, poniendo de paso en evidencia que tanto al Parlament como al procés les falta la ‘o’ de obediencia a las leyes para ser un proceso y ... un parlamento democráticos. El proceso se ha consumado pero eso no implica que se haya consumado con éxito para los independentistas.
El anunciado ‘choque de trenes’, que desde hace varios años parecía indicar que habían traspasado el último ‘cambio de agujas’ y por tanto era ahora inevitable, ha terminado por producirse. Ambos gobiernos, el de Madrid y Barcelona, han recurrido a una estrategia tan vieja como la propia política: esperar y contribuir a que la situación se pudra a tal extremo que cualquier actuación extraordinaria por parte de ellos aparezca como plenamente justificada a los ojos de sus administrados. De tal manera que han podido presentarse como los salvadores de la patria sin objeciones de mayor cuantía por uno y otro bando.
Pero siempre que se produce el dichoso choque, en el que ambos saldrán inevitablemente perjudicados, el tren más chico aparece indefectiblemente como el perdedor neto del encontronazo. Dado que el gobierno de Madrid tiene la sartén por el mango, este papel lo tenía asignado el gobierno de Cataluña desde el comienzo de la representación. Ante realidades tan claras, uno no termina de asombrarse de cómo los partidarios acérrimos están dispuestos al sacrificio de sus intereses y a morir por la causa («mejor morir de pie que vivir de rodillas» es la clásica formulación heroica de este sentimiento) antes que aceptar de forma pragmática los hechos sobre el terreno, la realidad como es, lo que hay.
La única aspiración que le queda al independentismo es la de alzarse con la corona del martirio. El victimismo, recurso muy socorrido por todos los grupos identitarios que se consideran avasallados por el poder constituido, es por otro lado síntoma inequívoco de que han perdido la partida en este mundo y sólo aspiran a ganarla en ese universo paralelo, metafísico, constituido por sueños melancólicos.
Ahora bien, como digo, el choque de trenes va a perjudicar a ambas partes. O mucho me equivoco o, como mínimo, les va a costar la vida política a los maquinistas de ambas locomotoras. Esto significaría que tanto los líderes del PdCat como el gobierno de Rajoy van a pagar los platos rotos. Significaría también que una coalición de izquierdas puede terminar gobernando en Cataluña y en España. Por si no se han dado cuenta, en este análisis se da por supuesto que el referéndum del 1-O no es una opción y tanto menos la declaración de independencia.
He sostenido con anterioridad que la solución más estable al problema territorial español pasaría por un acuerdo entre las derechas, la española y las periféricas. En otras palabras, PP, PNV y PdCat. Hoy Es evidente que estas derechas no han estado a la altura que les exigía la historia. Han desperdiciado la ocasión y, por defecto, el testigo podría caer en manos de unas izquierdas que buscan regenerarse; pero con una tendencia al fraccionamiento que habitualmente las paraliza hasta llegar a la inhabilitación.
En todo caso, unas izquierdas más interesadas en recuperar sus esencias, más centradas en las luchas ideológicas del siglo XX, que en estudiar y afrontar el problema en sí del encaje territorial de Cataluña en España. El PSOE con una propuesta federalista heredada de la Segunda República (1931-39) que no puede prender en España porque nunca ha existido una base sólida sobre la que levantarla; Podemos con una propuesta confederal que busca antes el cambio del régimen de 1978 que el encaje realista de Cataluña. Es más, se diría que para Podemos el contencioso catalán es antes que nada el medio idóneo para acelerar el susodicho cambio de régimen; pretende simultáneamente desconectar a Cataluña del gobierno de Madrid y desplazar a la burguesía catalana del gobierno de Cataluña. O sea, que un potencial gobierno de izquierdas, tanto en Madrid como en Cataluña, no parece la salida que necesita el Estado español para reconocer la verdadera naturaleza irresoluble del conflicto catalán-español y sentarse a negociar para conciliar posiciones hasta alcanzar un compromiso de cooperación aceptable por ambas partes. Ni más ni menos que la tarea fundamental de gobernar en los sistemas democráticos.
Quedaría una salida a la francesa: Rivera representando en España un papel semejante al de Macron en Francia; a mí juicio ésta sería la mejor opción, pero a la vez es la opción más arriesgada dado que se catapulta desde el trampolín de la democracia liberal (globalista y cosmopolita) a contrapelo de todas las pulsiones regresivas (identitarias y tribales) que hoy actúan en el seno de la sociedad. Con una virulencia comparable a la del período de entreguerras mundiales; virulencia que, como vengo diciendo, bien podría provocar una tercera guerra mundial.
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