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ANTONIO CORBILLÓN
Jueves, 22 de junio 2017, 08:48
Durante más de un siglo, especular con la ubicación de las Terrazas Rosas y Blancas de Rotorua (Nueva Zelanda) fue lo más parecido a buscar en los mares del sur escenarios de leyenda como las fuentes del Nilo o la Atlántida. Se trata de una ... extraña creación de la naturaleza, un gran escultura de colores esculpida en los límites del lago Rotomahana, en la Isla Norte de este archipiélago, justo en nuestras antípodas. Es el producto de la sedimentación milenaria de minerales, los mayores depósitos de sílice del mundo, que se van depositando en cascadas o terrazas alrededor de una fuente de agua.
Lo más parecido que se conoce hoy son las terrazas de Pamukkale, una de las mayores atracciones turísticas de Turquía. Pero, mucho antes de este foco turco, a lo largo del siglo XIX miles de europeos y americanos gastaron meses de su tiempo y se arriesgaron en un peligroso viaje por mar para llegar a los confines de Oceanía e intentar conocer aquel paraje de ensueño. Fue la mayor atracción turística del imperio británico del momento.
Las Terrazas Rosas y Blancas serían reconocidas hoy como la octava maravilla (en su capítulo de obras de arte de la propia naturaleza) si quedase rastro de ellas. Pero la erupción del cercano monte Tarawera, hace este mes 131 años, las borró de la faz de la Tierra. Aquel día no solo murieron unos 120 maoríes. La explosión abrió una cicatriz de 17 kilómetros. Medio kilómetro cúbico de material lacustre fue expulsado de las aguas, lo que quintuplicó el tamaño del lago Rotomahana. Fue la erupción más destructiva en 200 años, y borró del mapa las terrazas.
De aquello solo quedaron los mapas de Ferdinand von Hochstetter (1829-1884), un geólogo germano al que el Gobierno neozelandés contrató para cartografiar las islas en 1859. Con los métodos de su tiempo (poco más que una brújula), Hochstetter trasladó al papel una zona de unos 25.000 kilómetros cuadrados y situó el fenómeno. Pero con el estornudo brutal de la corteza terrestre en 1886 no quedó ni rastro de todo aquello.
Bajo 15 metros de cenizas
A lo largo de más de un siglo hubo diferentes expediciones que buscaron las Terrazas sin ningún éxito. Hasta que, en 2010, el bibliotecario Sascha Nolden redescubrió los cuadernos de campo de Hochstetter mientras databa toda su obra en Basilea. En ellos encontró las datas del lago Rotomahana y las Terrazas Rosa y Blanca tal y como estaban en 1859. En sus mapas aparecía este fenómeno a unos 20 kilómetros al sureste de la ciudad de Rotorua.
Nolden decidió compartir su hallazgo con Rex Bunn, un investigador independiente. Juntos han gastado durante años miles de horas usando una técnica llamada cartografía forense que implicaba comparar los mapas actuales con los de hace siglo y medio.
Durante años, equipos de geólogos y expertos de todo tipo intentaron lo mismo sin aparente éxito. En 2011, científicos de la universidad de Waikato anunciaron que habían encontrado la Terraza Rosa en el fondo del lago. En 2016, el mayor equipo de geocientíficos neozelandeses rebatió estas conclusiones y afirmó que estas joyas naturales habían sido destruidas.
Pero estos días Nolden y Bunn se han decidido a compartir con el mundo su esfuerzo. Y su dicha. «Estamos seguros de que, en la medida de nuestras posibilidades, estamos más cerca de lo que nadie ha estado en los últimos 130 años», aseguró Bunn a la prensa australiana. Y lo ha logrado creando un algoritmo de ubicación con un margen de error de «más o menos 35 metros».
Pero lo más llamativo no es que conozca la ubicación, sino su certeza de que las otrora admiradas Terrazas no han desaparecido. Al menos no del todo. Si sus cálculos son correctos, el fenómeno podría estar intacto, al menos parcialmente, bajo unos diez o quince metros de barro y ceniza. Al parecer, el gran sistema hidrotérmico que alimentó las aguas termales antes de 1886 habría sobrevivido a la erupción. «Las Terrazas pueden regresar de alguna manera para deleitar a los visitantes de Rotorua, como lo hicieron en el siglo XIX», asegura Rex Bunn.
Para que se cumpla su pronóstico les queda un último paso. Deben convencer a la comunidad tribal local de Tuhourangi para que les permita excavar. Ellos pusieron las víctimas en 1886. Ahora depende de ellos que la octava maravilla del mundo vuelva a ver la luz.
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