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Como obra ingeniosa a la vez de misteriosa, acudimos de forma puntual a este mundo tras la llamada de nuestros progenitores. Lo hacemos desnudos física y espiritualmente, necesitamos a la vez de abrigo y alimento, afecto y ternura, comenzamos de esta forma nuestra andadura, ... nuestro itinerario misterioso.
En una primera etapa somos receptores de hábitos, costumbres, cultura de nuestros padres o cuidadores, vamos lentamente acumulando pautas de comportamiento, desde la más sencilla mirada hasta el más complejo gesto, permitiéndonos en el tiempo adquirir una determinada forma de ser o de estar con los demás, ser, en definitiva, una persona única, singular e irrepetible.
Transcurrido este tiempo se abre un periodo sensible, complejo, repleto de lagunas y a la vez lleno de fantasías. Es el periodo de la adolescencia, tiempo en el que vamos a ir dando forma a nuestra personalidad y carácter, tiempo situado entre los 10 y los 19 años para la OMS, y que supone el mayor y más complejo periodo de nuestra evolución.
Hemos incorporado actitudes, ambiente, relaciones, conocimientos, contactos con los otros, y todo ese capital le vamos dando forma, ordenando, siendo profundamente receptivos a la vez de fantasiosos, al podernos proyectar en un futuro deseado.
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Es por esto el periodo de mayor vulnerabilidad, a la vez que el de mayor receptividad, además del de más sensibilidad. Estamos permanentemente atentos, observando, interiorizando hechos, aspectos, vivencias. Somos en ese sentido glotones del aprendizaje de la vida, estamos en plena fase oral, queremos todo, necesitamos todo. Todo lo acumulamos, y todo tratamos de modelar.
Esto significa que el adolescente es la persona que más ha sufrido en la pandemia, más que los sanitarios y los mayores, primero porque los mensajes les han llegado confusos, por lo complejo, y segundo porque la futurización o la fantasía, es enormemente incierta. Nada es seguro, casi nada es real porque es cambiante, todo es plural y poliédrico, de aquí que la interiorización sea torpe, confusa y talada.
Son pues las personas que, según las estadísticas, han sufrido más, tanto en el hogar, por el posible desorden familiar, la falta estable de referencias o la incomprensión por el estado de ánimo, como en el colegio, representando un plus su participación, además de una incertidumbre que provoca malestar e irritación, y a escala social, al no poder mantener el contacto normal con los suyos, con los compañeros y amigos, algo esencial para potenciar su personalidad y cualidades, como la solidaridad, la cooperación, la empatía...
Este sufrimiento se ha expresado por el incremento, según las diferentes estadísticas, de más de un 50% de peticiones de ayuda, amén del incremento de patologías de carácter reactivo, como la ansiedad, que se ha multiplicado por tres; la depresión, que se ha multiplicado por dos; el estrés postraumático, procesos obsesivos y alteraciones del comportamiento, el sueño y alimentarios.
Desde lejos, impresionan de personas sanas y fuertes, cuando se trata de personas en busca de su identidad, de su personalidad, de su escala de valores, de costumbres y hábitos que les definan como personas adultas. Son vulnerables, permeables a todos los acontecimientos. Sufren, porque carecen de capacidad para gestionar sus frustraciones. De aquí que en el estado de incertidumbre actual, en el que todo cambia y en el que además nos jugamos la vida, ellos sensibles y frágiles, también piensan en la vida de sus abuelos y padres, factor que incrementa su sufrimiento.
Hago una llamada a padres, educadores y sociedad: les hemos hurtado lo esencial en ellos, que es la vivencia en grupo, lugar de donde aprenden, y les hemos sacrificado a estar en casa encerrados, con solo una máquina como compañía, de la que además de no obtener deseo positivo alguno, les castiga coartando su fantasía y libertad. Tengamos confianza en ellos, necesitan ser comprendidos, queridos y aceptados. Son nuestros adultos del mañana, nuestro futuro.
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