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Las garzas venían observando al hombre construir estanques sobre el manglar. Decenas de árboles eran talados cada día, los nidos construidos encima caían al suelo, y con ellos toda una próxima generación de aves. El cocodrilo pensó que eso le beneficiaba, pues podría comer los ... huevos de las aves. Poco a poco, los hombres convirtieron el manglar en parcelas para criar peces, y el carnívoro se alegró de la situación, mofándose de la desgracia que sobrevino a aquellas aves.
Con la migración, cientos de pájaros llegaron al manglar. Los volátiles acudieron en bandadas y no tardaron en devorar los peces desprotegidos que había en los estanques. Los enfurecidos hombres dispararon contra las aves, que huyeron abandonando el territorio que desde generaciones habían transitado. El aligator siguió disfrutando ante aquella realidad. Los humanos buscaron soluciones para paliar la pérdida sufrida con los peces. Alguien propuso cazar cocodrilos, pues su piel daría más dinero que los peces. La ambición amenazaba ahora a otra de las especies del pantano, y esta vez la suerte no iba a sonreír al gavial.
Así sucede a aquellos que desean desgracia para otros, esta termina por convertirse en su peor aliada. Alegrarse por el daño o infortunio ajeno no es exclusivo de un país o grupo concreto, no conoce fronteras ni límites. No es buen camino desear y menos propiciar a otro lo que no queremos para nosotros. Decía mi querida y sabia madre: «Lo que no quieres para ti no lo quieras para mí».
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