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Miércoles de Ceniza; me dirijo a la Basílica de San Isidoro (León). Me coloco en el último banco. Suelo hacerlo así casi siempre que voy. No deja de ser un reflejo de haber meditado el pasaje evangélico que hace alusión a la oración del fariseo ... y el publicano. Al fin y al cabo, la Cuaresma supone reconocernos sinceramente pecadores, y desprendernos de ese «yo» tan egoísta; de ese «yo he hecho», de ese «yo soy»..., e incluso, de ese manido «usted no sabe quién soy yo», con el que a veces nos situamos ante los demás.
El Miércoles de Ceniza es uno de esos días en los que el banco final de las iglesias está especialmente solicitado. Pareciera que es el rincón que mejor se acompasa con el espíritu del momento: allí, en la última fila, estamos lejos del altar pero dentro del templo, sabemos que el camino es largo pero algo nos dice que estamos cerca. Sentarse en ese lugar es como adentrarse en el cuarto interior del que habla el Evangelio, aun permaneciendo a la vista de todos.
Desde el fondo de la Iglesia contemplo cómo unos y otros se inclinan para que el sacerdote dibuje sobre su frente una cruz, esa leve cruz que nos marca y recuerda el bautismo, esa cruz que nos habla de que somos tiempo, de que no somos eternos, esa leve cruz que nos invita a ser humildes, a cambiar, a convertirnos y a creer en el Evangelio. En la penumbra, descubro que no estoy solo, que Cristo me ayuda a llevar mi cruz, esa que será la llave para participar con Cristo de la gloriosa Resurrección.
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