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Hace días, el partido nacionalista español Vox llenó por sorpresa el Paraninfo de la Universidad de Cantabria. Vox quiere que desaparezcan las autonomías y volvamos al estado centralista anterior a la Transición democrática, el cual, en organización territorial, era heredero del viejo estado liberal ... unitario. Ahora le toca llenar espacios al Partido Regionalista, que celebra concilio pensando en lo contrario: que se necesita más autonomía, y dar confianza al Doctor Temerario en su transformación federal de nuestra cuarentona Constitución. Además, es muy probable que se centren las prioridades en demandas que 'Madrid', sinécdoque de España, debe atender. El objetivo de la autonomía es que nos asista de quien dependemos, que ese sí es autónomo de verdad.
Tan contrapuestas ideas de España y Cantabria resultarán poco persuasivas para quien recuerde que no estamos ya en años mozos de abstractos ideales, sino en un balance de cuatro décadas de realidad. La situación actual de Cantabria no es óptima, y ha resultado de dos factores que podemos expresar así: que España no se ha querido conocer a sí misma, y que Cantabria abandonó Amaya. Como esto puede parecer un tanto críptico, conviene desarrollarlo.
España no se conoce a sí misma como una política interior de equilibrio. Sin una función propia de nuestra tierra en la articulación cántabro-ibérica y cántabro-meseteña, medio país queda, en virtud de la barrera pirenaica, en manos del País Vasco, tanto en los tráficos del centro con Francia o mares del norte, como en los que circulan por el valle de Ebro.
Franco, oportunista gélido con una idea de España más primitiva que un hacha de sílex, nunca entendió una función de Cantabria que no fuera militar; receló de su fortuita lealtad republicana del 18 de julio y dejó que el estratega santoñés Carrero la convirtiera en un colchón entre los dos puntos políticamente calientes de la cornisa. Al margen de algunas industrias que interesaron al régimen durante la Segunda Guerra Mundial, solo hacia el final hubo algunos signos de desarrollo trascendente, como la conversión de Valdecilla en Centro Médico Nacional o la creación de la Universidad de Santander. El grueso de lo que funcionaba industrial o agrariamente, Solvay o las vacas Holstein, venía ya de Alfonso XIII.
Así, nuestros tramos de autovía cantábrica han llegado entre 20 y 30 años más tarde que los vascos; nuestra conexión final con la meseta llegó en 2009, mientas que ya los periódicos de 1980 anunciaban que Bilbao y Barcelona quedaban unidas por autopista. Ello completó en el plano viario lo que en el ferroviario había quedado sentenciado con el descarte del Santander-Mediterráneo: el eje Bilbao-Barcelona como corredor privilegiado entre los espacios orientales y los septentrionales. No en vano es hoy la línea definitoria del PIB por habitante y otros estándares de progreso; la verdadera frontera de España no está en los Pirineos, sino en el Ebro.
Permitir un eje exclusivista Bilbao-Barcelona no es malo por eje, pues se trata de un enlace necesario y lógico, sino por exclusivista, lo que es innecesario y perjudicial. Fue un error grave ya desde las postrimerías del viejo régimen, error continuado en el nuevo porque las burguesías impulsoras eran las mismas. Se ha fomentado no sólo la riqueza en esos territorios con preferencia a otros, sino además su deseo de disfrutarla privativamente. En el pecado va hoy la penitencia de implorar en exceso a quienes se encumbró en demasía.
Llámese Santander-Burgos, Santander-Aguilar-Burgos, o Santander-Aguilar-Briviesca, la Autovía Tres Mares (uniendo litoral y cuencas de Duero y Ebro) estaría ya operativa si España tuviera un claro concepto de sí misma y si la Cantabria autónoma hubiera leído mejor su historia. De su propia crónica tendría que haber aprendido que el norte de Palencia y Burgos es vitalmente cántabro, y que si el idioma castellano nace de Cantabria como sostienen algunos, también Castilla misma; pues entonces el concepto geográfico de Cantabria era más amplio (y acaso más auténtico en ambición), como el padre Risco, discípulo de Flórez, señaló en el siglo XVIII. Sin embargo, hemos abandonado Amaya, la antigua fortaleza, posible capital, que conoció al emperador Augusto, al rey Leovigildo, al caudillo Tariq, y al Dux de Cantabria consuegro de Don Pelayo.
Amaya es un fantasma del Pisuerga. Y no me refiero únicamente al abandono cultural, con honrosas excepciones, como el estudio de Javier Quintana 'El castro de Peña Amaya, del nacimiento de Cantabria al de Castilla' (2017), o la novela de Pedro Santamaría ambientada en época visigoda (2014). La Cantabria autónoma ha tenido prurito de no acudir a Castilla a relacionarse con el castellano, como por miedo a ser reabsorbida en el reino que montañeses y vascones ayudaron a crear y poblar. Castilla ha sido el tabú de Cantabria, su 'Hombre del Saco' autonómico, y como Amaya es provincia de Burgos…
Hemos perdido, con tales actitudes, oportunidades que dan a ese olvido una dimensión más honda. Fue el fracaso terrible de la Autopista Dos Mares por no consensuarla peñas arriba. Fue el retraso de la Autovía de la Meseta por falta de implicación castellana. Es aún hoy la parálisis de la Autovía Aguilar-Burgos, que con una ronda norte burgalesa sería el acceso cántabro al valle del Ebro próspero. Es la falta de claridad cántabra sobre la línea ferroviaria con Palencia. Es la inexistencia de un tren Aguilar-Burgos-Miranda. Autovía Tres Mares, Ferrocarril Tres Mares: de lanzaderas a quimeras porque el cántabro olvida su mundo histórico y se ensimisma en su oficialismo de 'Peñas abajo'. ¿Cuántas reuniones de trabajo se han celebrado entre presidentes autonómicos de Cantabria y de Castilla? De mil años de conversación a cuarenta de silencio.
España impensada, Amaya abandonada. Hasta que planteemos esto otro: lo que España tiene que hacer aquí debido a lo que nosotros tenemos que hacer en España. Se llamen programas, estrategias, o planes de desarrollo, poco importa si no se da con el quid de la misión, en la que debemos suplir como buenamente podamos cierto déficit nacional de estadistas.
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