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Allí, en El Sardinero, los dejaron crecer tranquilos y no los cercaron para que medraran uniformes y erguidos. Árboles de Mesones, árboles de Piquío y de las laderas que miran a La Concha y El Camello, tarayes alejados del centro, a salvo de cartabones y ... reglas, y por eso adoptaron mil formas y se alzaron como lo quiso la naturaleza, solo obediente a los antojos. Tarayes resistentes al ataque del salitre, moldeados por la fantasía y no por jardineros rectilíneos. Nacidos, o así lo parece, para que jueguen los tentirujos y los trentis en las noches de invierno y habiten en ellos los trastolillos. Árboles verdaderos, vecinos de chopos, fresnos y robinias, que dan cobijo, embellecen el paisaje con sus siluetas fantasmales y viven junto a las playas, los mares y los ríos. Tarayes mágicos, gibosos y contrahechos a los que la luz crepuscular los hace moverse y cobrar vida.
Hubo un taray así en el elegante y transitado paseo santanderino, a poca distancia del Club Marítimo, pero no era ese su lugar. Fue un árbol impropio, distinto a sus iguales, los otros tarayes del muelle de Calderón, árboles de ciudad oprimidos por los hombres mediante estacas y ligaduras. Se orientan hacia el Cantábrico, que también aquí es duro a veces, pese al abrigo del puerto, y los encorsetan para que se levanten verticales y antinaturales. El taray enano, asombrado por el olvido, se hizo amigo de la mar y el viento y dejó que lo tallaran los temporales, los nordestes y las suradas que hacen perder a la bahía la condición de refugio. Retorció, feliz, su tronco menudo y rugoso hasta que casi tocó el suelo, y entonces se enderezó con desgana, lo justo para que sus hojas dieran sombra al caminante. Cumplida tan alta misión, se acostó de nuevo.
Me gustaba sentarme al lado de aquel taray, tal vez porque intuía que el hecho de ser diferente lo sentenciaba. Acompañé su soledad muchas tardes, mientras escribía o leía, y guardo su memoria en una imagen. Dicen que su cuerpo tortuoso y deforme, que yo veía bello, deslucía un paseo tan principal, y presentí que cualquier excusa sería válida para talarlo. Un día, el árbol no estaba. Plantaron después otro taray, un taray joven, fotocopia de sus hermanos, firmemente sujeto para evitar la rebeldía. Vuelvo con cierta frecuencia al mismo banco del taray que abandonó el rebaño en un mundo que rechaza al divergente. Contemplo ahora la fotografía y recuerdo al pobre idiota de los castillos etéreos de Cortez, condenado a vivir entre la gente porque extendió las alas hacia el cielo y aprendió a volar libre, por el aire libre, sin saber que volar es imposible.
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