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De lo que sí estoy seguro es de que «la vida da más vueltas que un tango». Hace ahora 20 años que se empezaron a publicar mis artículos en El Diario Montañés (28-8-2000). A mis cerca de 60 años creía haberlo visto todo ... y me disponía a compartir mis experiencias por el mundo con los paisanos de la Tierruca. Apenas habían pasado dos meses, cuando el tribunal supremo de Estados Unidos (lugar en el que ya llevaba viviendo 12 años) suspendió el recuento electoral en la Florida y le dio la presidencia a Bush II; algo por completo inaudito e impensable que obligaba a replantearse la imagen que uno tenía formada de la democracia más antigua de la era contemporánea. Un año más tarde, el 11-S, se produciría el atentado de las Torres Gemelas que de nuevo hizo tambalearse la imagen que teníamos de Estados Unidos como la única superpotencia mundial, tras haber ganado la Guerra Fría. Bush II reaccionó declarando la guerra a Afganistán y, dos años más tarde, abriendo un nuevo frente en Irak; ambas guerras colean todavía ¿quién lo hubiera dicho? Lo mismo pienso de que Estados Unidos haya acabado teniendo un presidente de extrema derecha.
Puede fecharse en la presidencia de Bush II el principio de la decadencia no sólo de Estados Unidos sino de Occidente. algo que no se me había pasado por la imaginación cuando empecé a colaborar en El Diario. La guerra de Irak dio lugar al debilitamiento de la Alianza Atlántica que, con la llegada de Trump a la presidencia, parece haberse consumado. Los siguientes cinco años fueron ofreciendo continuas señales de la citada decadencia, convenientemente enmascaradas por una tremenda burbuja financiera que terminaría reventando en 2008 provocando la Gran Recesión. Y no hemos terminado de salir de ella cuando nos ha golpeado la 'Depresión pandémica', que lleva camino de dejar pequeña a la de 1929. ¡Ojalá nos salven las vacunas!
En su famoso tratado sobre 'La decadencia de Occidente', allá por 1918, Oswald Spengler formulaba la diferencia entre cultura y civilización. Spengler compara el devenir histórico con un organismo vivo. Así, pues, las civilizaciones nacen, crecen y decaen como los propios seres que las componen. Pero no se queda ahí: afirma que la cultura es el alma inmortal de los pueblos mientras que la civilización sería el cuerpo social. Y concluye que entre civilización y cultura hay una relación antitética, similar a la existente entre el alma y el cuerpo. La civilización sería el aspecto exterior del grupo humano, la cristalización temporal de una concepción del mundo que anida en su cultura intemporal.
La actual cristalización de la cultura occidental, que empezó a tomar cuerpo en el siglo XVIII (el Siglo de las Luces) es la que ahora habría entrado en decadencia. A medida que esta civilización iba cuajando, la voz cantante paso de los hombres de ideas a los hombres de acción. Con el tiempo, la filosofía y la imaginación creadora fueron arrumbadas por unos personajes resueltos, decididos, nada metafísicos, cuya imaginación se dirige por entero a los resultados prácticos y en cuyas manos queda el destino intelectual y material de sus pueblos. Este proceso civilizatorio ha marginado la cultura tradicional. Las grandes decisiones son tomadas por elites desentendidas del pueblo llano, cuyo papel se ve reducido a alimentar las empresas con sus mejores recursos humanos. La decadencia inició así su curso imparable, un curso accidentado con parones y acelerones, sinuoso como un río que da vueltas y revueltas pero cuyo destino irrevocable es desembocar en el mar Muerto.
En este punto nos encontramos. El ancho mundo se ha visto reducido a un puñado de grandes urbes en el que los vecinos han perdido sus paisajes, agrupados en una masa fluida compuesta de parásitos urbanos sin tradiciones, enganchados a los acontecimientos inmediatos. No tienen religión, son listos pero infructuosos, se alejan de sus orígenes orgánicos en una ciega carrera hacia lo inorgánico. Lo muerto. las provincias vaciadas se revuelven contra la urbe, la resienten, rechazan un progreso que las desnaturaliza, las deshumaniza. Sienten que ha pisoteado sus valores, sus tradiciones, todo aquello sobre lo que había levantado su identidad. Todo esto presagia un nuevo empoderamiento de la cultura tradicional. Y, con ello, la obertura a una nueva fase de la existencia humana.
Nunca debe cometerse el error de creer que ya se ha visto todo. De hecho, tengo la impresión de haber visto más en los últimos 20 años que en los casi 60 precedentes. Aunque esto tampoco sea cierto: con anterioridad había estado 20 años viajando por todo el mundo, excepto África; había vivido la Transición española, mayo del 68, la oposición al franquismo, la aventura del cine de la mano de mi primo-hermano Paulino Viota... Y una infancia y primera juventud en Cantabria que no cambiaría por ninguna otra experiencia.
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