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Probablemente el pecado más capital de todos los que podemos padecer sea el de la envidia, por un triple motivo. La envidia perjudica al que la siente en sus carnes, ese perjuicio es cierto, pues la insatisfacción ante la carencia propia, en comparación con los ... supuestos excesos ajenos, deseados con anhelo, quien lo padece, lo sufre con inusitada intensidad. El segundo efecto, más que probable, es el perjuicio del envidiado, que recibirá todos los dardos del que envidia para tratar de limitar los logros o conquistas que este reciba. Pero hay un tercer factor y es que, en la envidia, es en donde más pecamos sin ser conscientes de que lo estamos haciendo porque, en el fondo, no le arrebatamos nada al envidiado, le quitamos o tratamos de arrebatarle lo que consideramos que nos es merecido y, por tanto, no nos sentimos mal, tras este exceso, como en el resto de los pecados. El último de los caballos de batalla pecaminoso es la pereza, el otro pecado atípico que lo único que persigue es la comodidad, el ahorro de esfuerzos, seguramente vinculada con la falta de necesidades reconocidas y que, por tanto, para qué movilizarnos si, o bien tenemos ya todo lo necesario o simplemente no tenemos esperanzas de conseguir nada más y, ante ello, ¡para qué moverse!
Pero considero que existe otro pecado clásico, no perteneciente al ranking general, que tiene la enjundia suficiente como para ser incluido y son los celos. Muchas veces pasamos del cielo al celo en unos pocos días; del cielo del disfrute de la sensación de propiedad de la pareja a sentir que la perdemos y ahí aparece el monstruo que se desboca irracionalmente, en la mayor parte de los casos. Cuántos de estos, Dios mío, están detrás de la violencia machista y del control supremacista del macho sobre la hembra de su 'propiedad'. El celoso sufre lo indecible ante la sensación de pérdida del afecto, muchas veces más presencial o físico que el emocional; es un sentido egoísta de propiedad en plena efervescencia y que, desde su intensidad, es capaz de llegar a límites insospechados, incluso a quitar la vida de esa persona para que no sea de nadie más; hasta ahí puede llegar.
Finalmente, tan sólo resaltar que todos los pecados que experimentamos nacen de nuestra inseguridad, presente o futura, de nuestra sensación de debilidad, que sublimamos con excesos en aquello que, circunstancialmente, nos aporta más placer, para cubrir el displacer sentido por nuestra fragilidad. Si pecamos, sepamos que lo hacemos por ello y que nuestro ego, supuestamente, nos protege, por la ley de compensación, para abastecernos de sucedáneos de la carencia principal que, las más de las veces, es emocional y afectiva y, para nada, material.
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