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Centenares de manifestantes, espoleados por Donald Trump, asaltaban el Capitolio en Washington el 6 de enero. «Es la hora de la fuerza», había dicho Trump animando a los matones a que tomaran por la fuerza la Cámara de Representantes agitando, de nuevo, su ensoñación infundada ... de fraude electoral. El objetivo del asalto era tratar de evitar la proclamación de Joe Biden como ganador de las elecciones presidenciales en Estados Unidos y por tanto ser confirmado como presidente.
Han pasado los días y Trump no ha condenado el violento asalto al Capitolio y no ha reconocido que Biden ganó las elecciones que le han llevado a la Presidencia de los Estados Unidos y a los demócratas a tener mayoría en el Congreso y el Senado de aquel país, mayorías que no se daban desde 1995. El sociólogo Richard Sennett escribió sobre los seguidores de Trump antes de conocer los resultados electorales: «Si las elecciones no salen como esperan, se volverán todavía más extremistas», aseguraba.
La imagen hoy de Trump es la de un cínico, un personaje aislado, irresponsable, derrotado y enloquecido liderando una insurrección antidemocrática. Su herencia es la de haber protagonizado un episodio que ha teñido de violencia y fanatismo la historia de la democracia estadounidense. Nada ha hecho para evitar nuevos ataques a la democracia y para que no se convoquen por la extrema derecha nuevos actos de violencia. No le ha importado poner a prueba las leyes, instituciones y procedimientos de un país del que ha sido presidente.
Hemos visto las imágenes de los activistas alcanzar las ventanas y romper los cristales, golpear a los agentes de policía, provocar daños en el mobiliario, pasear a extravagantes sujetos con la bandera confederada símbolo de los Estados esclavistas, exhibir las actitudes del fanatismo y del supremacismo blanco, portar armas y alardear de símbolos nazis en camisetas y tatuajes.
La democracia estadounidense que nació en el Congreso de Filadelfia con su Constitución de 1787, después de la Declaración de Independencia de 1776, afortunadamente se mantiene y los legítimos representantes de la soberanía certificaron la victoria electoral del candidato demócrata Biden. Lo triste es ver como Trump ha fracturado a una sociedad que deberá sanar sus heridas. Las instituciones de Estados Unidos deberán colaborar para superar el desprestigio internacional que estos hechos han ocasionado al país y reflexionar sobre algunas reformas que necesita su democracia, maltratada por un ególatra y sus radicales seguidores. Y no olvidemos a los 74 millones de ciudadanos que votaron a Trump, aunque hemos de pensar que solo una minoría de ellos son radicales iluminados.
Estos grupos viscosos, siniestros y ultrapopulistas existen en otros lugares del planeta, incluida España; grupos minoritarios pero muy activistas que niegan el valor de la democracia, que no admiten que en las urnas todos los votos valen lo mismo y que usan las libertades de ese sistema democrático que aborrecen para manifestar sus proclamas y fechorías. Quienes no tienen debilidades son los totalitarios y negacionistas. La democracia liberal tiene debilidades y si la información falla y prima la desinformación, la democracia es más débil.
Esos grupos se sirven de esas debilidades para hacer lecturas planas e interesadas cuyo objetivo es deslegitimar a las instituciones democráticas.
A quienes desafían a la democracia solo se les puede responder con firmeza democrática, con la contundencia de la ley y el Estado de derecho. Porque esas actitudes chulescas y desafiantes socavan la convivencia. No se trata de posicionarse o argumentar desde la izquierda o la derecha, sino de defender los valores de la democracia liberal frente al populismo corrosivo.
Las tentaciones populistas y totalitarias tienen nombres y apellidos: son quienes argumentan con lo identitario frente al debate de las ideas, quienes defienden la bondad del territorio propio frente al contenido de los valores y quienes tratan de erosionar el Estado de derecho con discursos inflamables. De la tontería al abismo a veces hay un pequeño paso que pone en riesgo el valor de la tolerancia.
Conviene reflexionar sobre esas conductas y comportamientos cuyo objetivo es debilitar el sistema democrático; reflexionar sobre quienes actúan como si en democracia no fuera posible el acuerdo y la convivencia política desde argumentaciones diferentes; tener en cuenta a quienes solo ven en el adversario político un obstáculo y un enemigo con quien no se debe ni se puede hablar. Merece la pena esforzarse por cuidar la democracia y no debilitarla. Y debilitan la democracia cuando se alaba y se recuerda con agrado a la dictadura; cuando se menosprecia la Constitución, incluso formando parte del Gobierno; cuando no se condenan manifestaciones frente al Congreso gritando «no nos representan»; cuando se asalta el Parlament; cuando no se acepta el pluralismo; cuando prima como argumento el agitar de banderas y el alboroto del claxon; cuando se alienta el tóxico populismo antisistema; cuando se bloquea de forma reiterada la renovación de órganos constitucionales; cuando se desprecia al adversario o al diferente.
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