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La pasada semana, antes de que las lluvias le echasen una mano a quienes luchaban contra el fuego en nuestros montes, la bahía humeaba. El viento sur introducía por ella las pruebas del desastre y las esparcía por las calles de la ciudad con ráfagas ... violentas. Como es costumbre en días ventosos, las casas señoriales del Muelle abrían la entrada trasera para recibir las visitas –antaño, para deleite de los amantes del chascarrillo, algunos de los carteles que se colocaban en las puertas para advertir tal circunstancia decían que en días de sur los señores recibían por detrás–. Lo cierto es que la ciudad volvía a oler a hoguera, un olor que me hizo recordar su historia, trágicamente unida al fuego.
La bahía es nuestra particular ventana al exterior. Se abre por el noreste hacia el mar y por el suroeste al patio interior de la región, que es de donde procedía la humareda. Es el corazón de la ciudad, su esencia, otrora más marinera y comercial; ahora volcada hacia el turismo. Pero aún conserva gran parte de su lozanía, pese a los ataques que recibe el entorno de su superficie e, incluso, su piel sumergida, de la que un desaprensivo arrancó hace poco treinta kilos de las anémonas que tanto la embellecían.
Por los aledaños de la bahía han puesto colorido rosa, plagado de risas, cerca de mil personas, en una carrera hacia la igualdad de género. La ciudad, a su paso, ya no estaba triste ni oscura, como le pareció recientemente a Esty Quesada, 'youtuber' y provocadora, que llegó a compararla con su alma. El batallón rosa de paz, que pretendía eliminar otros malos humos, surcaba su orilla, y la bahía, muy femenina ella, lo recibió con sus mejores galas. Es lógico que vibre el Centro Botín ante tanta belleza. Los edificios tienen alma, y acaso ésta se sobrecoja con las mareas o cuando comprueba que su perfil, el de la bahía, está mucho más bello sin aditamentos innecesarios o cuando la pasean multitudes multicolor o cuando sus aguas, en la noche, reflejan destellos de luna.
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