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El crecimiento es una especie de Bálsamo de Fierabrás que todo lo cura: contra desempleo, crecimiento; contra pobreza, crecimiento; contra crisis económica política o social, crecimiento..., y un largo etcétera. No siempre fue así; de hecho, entre la decadencia del Imperio Romano y la Revolución ... Industrial la economía, a cualquier nivel, apenas mostró crecimiento anual; el crecimiento se medía por épocas, no por meses, y la famosa parábola de las vacas gordas y las vacas flacas se cumplía religiosamente. Todo esto cambió con la revolución político-social que traía aparejada la revolución industrial.
Hoy todos los problemas se curan con dinero y el dinero es la traducción a 'poder' del crecimiento. Los problemas de toda la vida siguen estando ahí: ricos y pobres, líderes y súbditos, urbe versus provincias, guerra cultural, inmigración versus nacionalismo; pero la subida de la marea oculta las rocas que hay en el fondo. Excepto que todo lo que sube termina por bajar: la sucesión de directos a la mandíbula que nos ha propinado la realidad -crisis financiera, pandemia, guerra de Ucrania, II Guerra Fría- ha puesto al desnudo nuestra drogodependencia del crecimiento. Con crecimiento todo parece al alcance de la mano, sin crecimiento nada es posible.
Sin ninguna duda la estanflación, estancamiento más inflación, obligará al ciudadano de a pie a despertar de ese sueño y poner manos a la obra. Las dificultades para sostener la vida familiar, la degradación de los espacios públicos, el encarecimiento del ocio; todo ello hará redescubrir el papel fundamental del crecimiento para obtener todo aquello que ansía y disfrutar de su estilo personal de vida.
Verán: digamos que a partir de mayo del 68 una muy definida corriente progresista, extendida por todo Occidente, se permitió el lujo de demonizar el crecimiento. Hablaban de que la sociedad de consumo se había enfangado en el afán de crecer por crecer, olvidando que la calidad de vida la proporcionan otras actividades. La felicidad no se contabiliza en el PIB; y lo cierto es que los países se hacen cada vez más ricos y sus gentes cada vez más insatisfechas. Era una clara transposición de los sentimientos de una minoría educada, que tenía sus necesidades básicas resueltas pero se aburría, a toda una población que se rompía el alma para sobrevivir; y, sí, estaba consiguiendo dejar atrás su condición proletaria. Los más ecologistas de entre aquellos se planteaban si no habría llegado el momento de parar las máquinas y replantearse todo el tejido productivo. Y no faltan razones, el antropólogo jefe de Atapuerca predice que la conjunción de un cerebro de primates y el progreso tecnológico hará que colapsemos como especie.
Sin duda la degradación ecológica está entre los más serios, si no es el que más problemas le causará al futuro de la humanidad; pero ha bastado la escalada de los precios de la energía para que los más voluntariosos planes -de los cuales está empedrado el infierno- se hayan devuelto a los más arrinconados archivos de la Administración, mientras el carbón y demás combustibles fósiles, amén de la energía nuclear, han regresado a la bandeja de entrada del ministro de turno. Y es que con buenas intenciones y soluciones fáciles no se va a resolver tamaño problema.
Pues lo mismo pasa con la adicción al crecimiento. Me cuento entre los críticos del consumismo y el materialismo común; pero vista la reacción del personal ante el encadenamiento de las crisis; y, aún más, la sobreactuación de los gobiernos aplicando medidas que calmen a la fiera, a base de endeudamiento y relajación de los controles económicos y sociales, mientras se posponen las medidas correctivas más duras e imprescindibles para salir de este valle de lágrimas; visto lo visto está claro que reencontrar el crecimiento es el único camino factible, y lo va a seguir siendo por mucho tiempo.
El camino que nos llevaría del crecimiento desbocado a una calidad de vida centrada en esos aspectos inmateriales que la proporcionan un sentido más atractivo y satisfactorio, no se ha empezado a desbrozar. ¡Qué digo! no está ni siquiera dibujado en el mapa, es tierra incógnita. Lo cual no impide a los profetas seguir despotricando contra la modernidad y anunciando el fin de los tiempos. Que el fin está próximo, que incluso tendrá lugar en vida del predicador, es algo que se viene predicando desde Juan El Bautista y Pablo de Tarso hasta los milenaristas de nuestros días (habitualmente sectas cristianas); lo cual tiene mucho que ver con deseos inconscientes de destruir un mundo que no les gusta en absoluto: borrón y cuenta nueva. El romanticismo del siglo XIX sigue vivo y coleando. Lo que ha hecho el citado encadenamiento de crisis ha sido ponerle freno y marcha atrás. Lo que se llama, un baño de realidad.
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