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El régimen chino, como el ciudadano chino de a pie, vive obsesionado por la seguridad, por evitar alteraciones y altercados que generen inestabilidad, por el mantenimiento del orden público, la «paz social» y la armonía. Tras un siglo XX extremadamente convulso para China, la ... aversión ciudadana a la anarquía y al caos es, junto al progreso económico, uno de los pilares que afianzan la legitimidad del gobierno del Partido Comunista chino. Así, el régimen lleva décadas trabajando en la idea de que, en comparación con su sistema, la democracia es sinónimo de caos y parálisis política. Los logros cosechados por el régimen chino en la gestión de las crisis recientes (financiera y epidémica) les sirven para apuntalar sus argumentos. Por eso, los telediarios chinos casi siempre tienen la misma estructura: un primer bloque en el que se repasan noticias del panorama internacional (donde casi siempre reinan el desorden y el desasosiego fuera de las fronteras patrias), una segunda parte en la que se informa -en contraste- de los logros domésticos recientes del régimen y una despedida con noticias más o menos melifluas e insustanciales. La sensación se traduce, a pie de calle, en tranquilidad intramuros mientras afuera el sistema se derrumba.
Como la mayoría de la población, yo recuerdo bien contemplar, atónito, aquella imagen imposible de las torres gemelas ardiendo y la voz de Matías Prat retransmitiendo la noticia, en aquella apacible tarde del 11 de septiembre del 2001. Estupefactos y perplejos vemos ahora las imágenes de un tropel de macarras energúmenos asaltando el Capitolio de los Estados Unidos de América -nada más y nada menos- y a pistoleros desenfundando sus armas en el hemiciclo del país más poderoso del mundo para proteger a congresistas agachados en sus asientos ante la entrada de la turba embrutecida (escenas que tienen lamentables resonancias históricas recientes para los españoles).
Ambas imágenes, la del 11-S y esta, guardan un paralelismo: dan vértigo. Un escalofrío recorre nuestra espina dorsal al verlas. El efecto que tienen estas imágenes en nuestra hipófisis -o allí donde nuestro organismo atesore las certezas, la sensación de seguridad o de equilibrio- es demoledor: el precipicio está ahí mismo y no hay barandilla. El tren puede descarrilar en cualquier momento. La línea que separa el equilibrio del caos es muy delgada, casi transparente. Los asaltantes del Capitolio se dedicaron únicamente a vandalizar mobiliario, hacerse selfis y dejar clara su absoluta falta de propósito, coordinación o criterio. Todo ha quedado en un suceso insólito y grotesco pero el daño a la democracia occidental y a la imagen doméstica e internacional de los Estados Unidos es irreparable. Además, el asunto podía haber adquirido tintes dantescos: los partidarios de Trump podían haberse hecho fuertes dentro del edificio, secuestrado a legisladores o inmolado incendiando o haciendo explotar el edificio. La comparecencia, posterior a los altercados, del presidente electo, Joe Biden, para tranquilizar a la población y desmentir que esas imágenes reflejen la realidad estadounidense, no tranquiliza pues niega la mayor: por esperpénticas que nos resulten, esas imágenes son reales. En el país de «la ley y el orden» de repente parece reinar el caos y el desconcierto. Ese mismo día, además, ese mismo país batió la plusmarca mundial de muertes diarias por coronavirus: 3.865. Más combustible para Pekín: otra vez los chinos pueden sacar pecho y exhibir su sistema como más eficaz y seguro que el americano.
Que Donald Trump es un peligro de dimensiones planetarias y una víbora disfrazada de lobo, no es nuevo ni debería sorprender a nadie. Él mismo ya advirtió, al alcanzar la Casa Blanca, que durante su presidencia iba a lanzar un asalto sin precedentes a la libertad de prensa y de expresión. Y, haciendo muestra de una infrecuente coherencia en su discurso, ha dedicado gran parte de su mandato a fracturar el sistema democrático, a generar grietas en la sociedad estadounidense y restar capacidad crítica a sus masas de seguidores. Esa es la gran diferencia que existe hoy, a mi juicio, entre China y EE UU: los chinos están masivamente unidos en torno a un proyecto común de construcción nacional, los yanquis no.
Dice un proverbio chino «si hay armonía en el hogar, habrá orden en la nación; si hay orden en la nación, habrá paz en el mundo». Esa es la premisa que cimenta el apabullante apoyo ciudadano de que goza hoy en día el régimen de Pekín: prosperidad y orden público. Ningún sistema está libre de peligro ante el caos y todos los regímenes políticos deben reivindicarse permanentemente eficaces, justos y seguros para mantener su legitimidad. El partido es muy largo, el siglo XXI no ha hecho más que empezar y queda aún mucho tiempo de juego. Todas las cartas están aún encima de la mesa pero lo último que necesita el mundo y este siglo XXI es caos.
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