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Pasaba ampliamente de las ochenta primaveras y aún llamaba cielo a su mujer, al igual que los matrimonios en la primera semana. Parecía improbable un casamiento reciente, con lo que solo cabía admirar el mérito y la singularidad del caso, digno de ser imitado, si ... bien no puede descartarse la posibilidad de que Cielo fuese un nombre de pila y no un apelativo cariñoso. Supongamos ambas cosas. En el mediodía de comienzos de verano, el sol apenas calentaba y una ligera brisa hacía agradable el paseo. El galeón Andalucía, asiduo visitante de Santander, estaba atracado en el muelle de Calderón, visibles sus tres mástiles desde la distancia. El joven barco, de apenas doce años, es una reproducción exacta, aunque con tecnología moderna, de los galeones oceánicos del siglo XVII de la Carrera de Indias, muchos de los cuales salieron de los astilleros de Guarnizo.
La arribada se hizo coincidir el pasado junio con la de la nao Victoria, réplica de la que dio la vuelta al mundo hace 500 años, pero cuando ocurrió el suceso solo el galeón era objeto de interés, preguntas y fotografías, de modo similar al de cualquier otro navío histórico o llamativo que entre en la bahía. Allí estaba, lento el andar, la veterana pareja. Cielo quiso tener un recuerdo y se situó junto a la proa, de manera que pudiera captarse el galeón, a ella y el animado ambiente en rededor. Sin que nadie lo advirtiera, la mujer, de espaldas a la mar, se iba acercando demasiado al final del muelle. El marido, más atento a elegir el mejor encuadre que a observar dónde pisaba Cielo, miraba a través de la cámara de su teléfono móvil e indicaba el lugar adecuado. «Cielo, da un paso a la izquierda y atrás, más atrás». «¿Aquí?», preguntó Cielo. «No, ponte un poco más atrás».
Lo mismo que Cielo, otras personas buscaban una buena imagen, algunas a bordo del barco. Por fortuna, no todos los curiosos eran turistas. También ocupaban los bancos del Paseo Marítimo los santanderinos de año completo, esos que pasan más tiempo en los muelles que en su casa. El Machina, dueño de una voz profunda de bajo de ópera, tan potente y cavernosa que mete miedo, es uno de ellos. Y aunque lo suyo es fachada, puro teatro, impresiona a quien lo oye por primera vez, sobre todo si avanza rugiendo al ver lo inminente del desastre. «¡Oiga, señora, joder! ¿No ve que andando hacia atrás va a acabar en el agua?». «Y usted -se dirige al marido-, ¿no tiene ojos en la cara o qué?». Cielo casi cae del susto, tanto al comprobar lo cercano del peligro, a centímetros del borde, como por las voces de El Machina. Pero ambos agradecieron vivamente el aviso.
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